• 09 de Mayo del 2024

Un departamento oscuro (Cuento)

El señor Bhog era obsesivo hasta la estupidez y, una vez que caía en ese estado, se volvía aún más obsesivo

 

Juan Norberto Lerma

 

     El señor Bhog ocupaba el departamento siete del número quince de la Rue André Barsacq. No era de su propiedad, sin embargo, cualquiera que se diera una vuelta por ahí habría advertido que eran uno y la misma cosa. El departamento era viejo y, en consonancia, los días mejores del señor Bhog se habían esfumado en contemplaciones y soliloquios enfebrecidos. Por las paredes de las habitaciones subían manchas salitrosas que semejaban antiguos habitantes fosilizados y, para estar a tono, en las tardes lluviosas del barrio bendecido por la presencia de la Basilique de l'Immaculée Conception, los pies del señor Bhog se cubrían de manchas de tonalidad verdosa y se negaban a dar un paso; los vidrios de las ventanas estaban rotos y los cerrojos echados a perder; en cambio, al señor Bhog lo agitaban vientos interiores que helaban su alma y sus ventanas abiertas al mundo permitían, a quien así lo quisiera, mirar la oscuridad que lo habitaba.

     El señor Bhog era obsesivo hasta la estupidez y, una vez que caía en ese estado, se volvía aún más obsesivo. Los ruidos del mercado callejero cercano penetraban por las ventanas maltrechas y se aposentaban en lo que en otros tiempos habían sido una sala y un recibidor, haciendo más patente su soledad. De cuando en cuando, tocaba a la puerta un predicador vagabundo con la intención de poner el universo de la salvación a sus pies e invariablemente el señor Bhog hacía gala de su tozudez lastimosa. El reino de Dios era algo incomprensible y lejano para él, prefería la seguridad de sus galletas y el pasador defendiendo la puerta. El predicador se marchaba asombrado de la terquedad del señor Bhog, que oponía citas mundanas a versículos que hubieran podido conmover a un turco y haber hecho brotar agua en el desierto. En aquellas ocasiones, al hombre de fe no le quedaba más que arrastrar con él la infelicidad que el hombrecillo aquel transmitía.

     En sus últimos tiempos, el señor Bhog perdió la fuerza de uno de sus brazos, se le cayeron tres dientes, la lengua se le inflamó hasta casi asfixiarlo y dejó para siempre de bañarse; en consonancia, el departamento se cubrió de capas de grasa y polvo, uno de sus muros interiores se derrumbó y el techo tuvo para siempre filtraciones.

     Por esa época, al señor Bhog le dio por espiar el agua pacífica y turbia de la caja del retrete. Tenía la sensación de que se derramaría si no estaba él ahí para empujar el flotador y detenerla. Cuando recibía algún visitante ocasional y le solicitaba utilizar el sanitario, el señor Bhog esperaba pacientemente a que se abriera la puertecilla desportillada del baño y sin ningún pudor corría inmediatamente a verificar que la palanca estuviera en el lugar correcto y que la válvula cumpliera con su cometido. Cada que el señor Bhog acudía al retrete, repetía el mismo procedimiento.

     Una tarde que no esperaba nada, entró al baño y luego de esforzarse mucho, le pareció ver que un hilillo fino de agua escurría por un costado de la taza. Lo más extraño era que el agua no formaba charcos, sino que parecía evaporarse antes de llegar al suelo, justamente como si manara exclusivamente para él. Comprobó, no obstante, que el flotador funcionaba a las mil maravillas. Entonces, el señor Bhog se atormentó por horas pensando en los reclamos que le haría el dueño, a sabiendas que comparado con el desorden general que imperaba en el departamento, la filtración era un trastorno intrascendente.

     Le resultó imposible conciliar el sueño, cada que cerraba los ojos veía una y otra vez el flotador fuera de su lugar y le parecía que la válvula barbotaba burbujas verdosas que hacían “flop” y “plaf” en uno de los pasillos. Como si obedeciera un mandato irresistible, se levantó y fue a mirar de nuevo el depósito. El hilillo de agua se mantenía ahí, caracoleaba por un costado del retrete y se perdía junto a la pared. Cada que alargaba las manos para intentar frenar el flujo del agua, la luz de la calle que se colaba por las ventanas le daba a su piel un tono espectral. Desesperanzado, estuvo mirando largos minutos la sombra de un gato en el jardín y los caprichosos rastros del agua. De pronto, el señor Bhog advirtió que el hilillo se convertía en un chorro pujante, que con naturalidad buscaba la coladera, y sintió que algo en su interior se agitaba. Era como una corriente de tristeza que arrastraba en su camino todas las imágenes queridas de su vida vacía. Permaneció quieto, incapaz de luchar por aquello que se le escapaba.

     El señor Bhog cayó de rodillas ante el portento y comenzó a llorar muy quedo, por fin sabía que para él todo había terminado. Deseó intensamente que el departamento se incendiara, porque pensaba que el fuego por lo menos ocultaría su descuido y, además, lo purificaría. En cambio, el agua fluía lentamente, trepaba por los muros y humedecía sus despojos. El señor Bhog permaneció inmóvil, sus ojos se fueron encharcando y su rostro onduló varias veces sobre la coladera, antes de iniciar su camino definitivo por las cañerías.

 

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Juan Norberto Lerma

México, Distrito Federal. Es escritor y periodista. Ha colaborado en diversos medios de comunicación y en varias revistas culturales. Ganó el premio de cuento José Emilio Pacheco, al que convocó la Universidad Nacional Autónoma de México.

Ha publicado varios libros de cuentos en Amazon, entre los que se encuentran La Bestia entre los Días, Perro Amor, y Las Mariposas Cantan de Noche.