• 24 de Abril del 2024

Ritual de muertos

María Luisa Deles

El otoño se celebraba en casa de mi abuela como un ritual para honrar a los muertos. Era el tiempo de asar castañas y de poner un plato con guayabas en la mesa de la cocina.

 

Los alcatraces de los floreros se cambiaban por flores de cempasúchil y en las noches apenas se encendía alguna que otra lámpara. La luz de luna se filtraba por los enormes ventanales para festejar el luto con esa mezcla de olores que se enquistó en mi memoria. Hoy, todo aquello me sabe a páginas de García Márquez, a los tallos cortos y torcidos de los guayabos que crecen en la zona de Calvillo-Cañones, a San Miguel de Allende vestido de catrinas, a las libélulas que flotan extendiendo sus alas en Janitzio.

     En el patio trasero, mi abuela colocaba un anafre y ponía sobre el carbón un puño de azúcar envuelto en una toalla de papel. El fuego ardía de inmediato. La tía Josefina sacaba su vieja coladera de aluminio ─un traste tan golpeado por el tiempo que daba dolor hacerlo trabajar─ y enjuagaba las castañas con agua del grifo. Una vez escurridas yo les sacaba lustre con una mantita de cielo sin entender el motivo de aquella dedicación. Irremediablemente, todas iban a terminar chamuscadas y sin piel. Más tarde, las castañas brincoteaban en el comal despidiendo un aroma parecido al de las maderas finas al arder y el viento lo revolvía con el olor de las guayabas y el caramelo. A eso huele la nostalgia.

     Mi madre, en cambio, recibe a sus muertos con un altar de varios pisos. Es el día más importante del año, incluso por encima de la Navidad o cualquier otra celebración masiva, seguramente porque el número de ausentes es mayor al de los que quedamos. A finales de octubre envía a sus nietos al mercado y deja que ellos elijan desde dulces de leche, calaveras de azúcar y chocolate, hojaldras, veladoras y papel picado, hasta el copal, el incienso y todas las cosas que en vida prefirieron los que se han ido. Es una fiesta grande. Un agasajo que compartimos con la certeza de que por unas horas nos volveremos a reunir en el mismo plano con los que amamos. La muerte no nos asusta. Ha venido tantas veces de visita, que ya se le considera un miembro más de la familia.

     Mi madre ha visto partir a sus padres, a su única hermana, a la menor de sus hijos, a Carmela y a un sinfín de amigas que acompañó en la recta final. Tiene el corazón crecido y debe ser porque el tamaño de origen ya no le sirve para almacenar todos esos adioses. Dejó de andar por la vida de un lado a otro y como ya no tiene interés en ver hacia afuera, se sienta detrás del mesón de su recámara. Espera que los recién llegados entremos a verla, que las comidas se trasladen al patio contiguo a su habitación y que la próxima vez que la muerte se pase por ahí no sea para jugarle otra mala pasada. Su cuarto ocupa el lugar que en otro tiempo fue de la cocina. Es el centro de las reuniones y desde allí dirige con voz de mando lo que haya de hacerse.

     Sus tres nietos se ocupan de poner el altar. Son tantas ya las fotografías, que cada año se le han ido agregando anexos y escalones a la ofrenda para no dejar a nadie fuera del convite. Preside en la chimenea una pintura de mi hermana a punto de cumplir los veinte, trabajo de una buena artista que le supo trasladar el alma a los ojos. Nos mira desde lo alto y parece sonreír. Hacia abajo todo es comida, cigarros y alcohol: el whisky de mi abuelo y el coñac de mi abuela, el Baileys en las rocas para Paty, la cuba del Tata, la Coca Cola de Carmela y el agua de las tías. Queso de Oaxaca para Minerva, nuestra perra salchicha, peritas de anís, nueces y pistaches, mole escarchado con azúcar, jamoncillos, galletas y, desde luego, guayabas.

Crecí imaginando a la muerte un viaje grupal, así como lo es la vida. Sé que después habitaré un lugar en la memoria de mis compañeros de travesía, allí donde se borran los nombres de las cosas pero no los rostros y los olores. Y en ciertos momentos, los más inesperados, apareceré en su recuerdo para ahuyentar al olvido. Voy a quedarme aquí, en ellos. En un frasco de perfume, en una vara de incienso o en la jarra del café. Por eso escribo, para escuchar de nuevo las voces de mi hermana y de mi abuela, a Carmela rezongando en la cocina y a Minerva ladrándole al señor del agua. Acomodando las palabras puedo traerlas de vuelta un rato. Las huelo. Ellas son el humor que inunda la casa, las puertas que se abren para dejarnos entrar.

 

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Twitter: @mldeles

 

De la Autora

He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.

He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.

He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.