• 27 de Abril del 2024

Matute, un gato inolvidable

 

 

Luis Martín Quiñones

Tendría yo seis años y recuerdo que mi primer responsabilidad, aquella que  me daba la oportunidad de explorar, conocer, tener sucesos inesperados, y por lo general, divertidos,  era jugar; la segunda, ir a la escuela. Eran días en los que los pasillos del edificio ubicado en Reforma 74 se convertían en un laberinto de aventuras.  Las escaleras que me llevaban al patio de mis partidos de fútbol y  un pasillo que daba la vuelta por dentro del edificio eran el preámbulo a los encuentros con  mis compañeros de juego.

Todavía se escuchaban los tristes ecos de la tragedia de Tlatelolco y los vítores por las medallas del Tibio Muñoz; el éxito musical   "La Nave del olvido"  que  surgía de un radio de bulbos, servía de fondo a mi imaginación que me llevaba a un viaje para lo cual no compraba boleto de regreso, hasta que escuchaba la voz de mi madre que me traía de vuelta.

 En ese edificio con sabor a alegría y donde la infancia fluía en un arroyo de emociones, tuve un encuentro con el que sería un buen amigo, que,  aunque sólo estuvo unos cuantos días en mi casa,  siempre creí que habían sido años,  y que la eternidad se ha encargado de que esté siempre a mi lado.

En ese corredor que conducía a las escaleras para el patio, también daba acceso para subir a la azotea. Eran unas escaleras metálicas que estaban prohibidas, al menos que alguno de mis hermanos mayores nos subieran a los dos más pequeños que éramos mi hermana Norma Cecilia y yo.

Fue un sábado, libres de obligaciones escolares cuando comenzamos la odisea del día. Al llegar al encuentro de las dos escaleras y al bajar dos escalones para dirigirnos al patio central, un maullido y unas garras que producían un sonido desesperado por aferrarse al metal, llamaron nuestra  atención.

Un pequeño felino que supuse era un cachorro, colgaba de la escalera y un par de niños intentaban separarlo para que cayera al vacío. De inmediato recurrí al único argumento del que podría echar mano: la amenaza.

La persuasión de mis palabras decididas y firmes,  y con el apoyo irrestricto de mi hermana, los niños cedieron y dejaron en paz al gatito.

Lo tomé en mis brazos, se acurrucó en mi pecho y su color dorado con rayas de tigre, impactó a mi madre cuando llegué a casa.

Con una voz orgullosa por lo que había logrado, le presenté a mi madre al felino dejando ver mis intenciones de que se quedara en casa.

En ese momento de mi infancia por ser el más pequeño de cinco hijos, me daba ciertos privilegios. Así, Matute fue recibido más por el amor materno, que por un verdadero gusto en adoptarlo.  Pero mi madre fue determinante: esperemos la autorización de tu papá.

Desconocía el efímero tiempo que estaría conmigo, pero la felicidad de ese momento y el orgullo de haber salvado de la maldad de esos niños, me hacía sentir como un héroe, y por supuesto, feliz.

Y  no había mayor satisfacción   al escuchar sus maullidos y callarlos  cuando le daba su leche en un plato improvisado; no había mayor encanto que ver sus bigotes y sus labios pintarse de blanco para con un relamido dar el último sorbo a esa leche que parecía encantada. 

Fueron días de complicidad con mi madre y mi hermana Norma.  Mi padre, aunque  con reservas, también lo aceptó. Pero a los quince días, una voz de mi madre con tono conciliador, escuché:

  • Hijo, no podemos permitir que Matute esté más tiempo con nosotros.

Mi respuesta no podía ser otra cosa que un rotundo “no", que con el paso de los días fue afirmativa. 

El argumento lo creí válido: no tenemos el espacio para tener un animal ni las condiciones económicas para mantenerlo. No obstante que fui convencido, un dejo de tristeza me acompañó en esos días. La propuesta era regalarlo a una señora que vivía a espaldas del edificio, edificio que era conocido como La Vecindad. Ahí podría jugar y crecer fuerte como un tigre.

En mi mente infantil imaginé el futuro viendo a mi gatito crecer hasta hacerse adulto. Además, tendría la posibilidad de que con sólo abrir la ventana y llamarlo por su nombre,  él acudiría a mi llamado.

Así lo creí y así crecí recordando cómo por las tardes después de regresar de la escuela, Matute se echaba en uno de sus costados,  me dirigía un maullido que yo lo aceptaba como un saludo; y también creí que al voltear sus ojos hacia mí y sus orejas moverlas como radar hacia mi ventana, respondía a su nombre.

Con el tiempo dejamos ese departamento y Matute era un recuerdo que me arrancaba suspiros. Y de vez en cuando me imaginaba que crecía conmigo, se hacía viejito y le daba su leche en la cocina.

Después de más de cuarenta años platiqué con mi madre y recordamos aquellos días con mucha alegría, pero también con nostalgia. Al final supe la verdad, que mi Matute no era el gato que después veía en la azotea y que creía había crecido respondiendo a su nombre.

Pero pude comprender que aquellos días, sin duda, fueron duros, álgidos; días que una familia venida de provincia venía a abrirse paso a la gran Ciudad de México; días que cinco hijos no eran suficientes,  y porque no, un sexto cabía en la familia. Dadas las condiciones y la llegada esperada de mi hermano Mario Alberto, haría imposible un agregado más, y mucho menos un gato.

Las reflexiones sólo llegan con el tiempo: Matute  merecía otro hogar.  Pero siempre recordaré sus ojos de miedo, sus garras aferradas a la vida, sus maullidos, sus bigotes de leche, y aunque no era el de las tardes en la azotea, también estará en mi memoria el gato echado de costado, que movía su cola y me respondía al llamado de  "¡Matute!".