• 30 de Abril del 2024

El Empresario

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La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido.  Milan Kunderra

Mendoza formó las pastillas de colores sobre el escritorio y sirvió un poco de agua en una taza. Se había acostumbrado a ese ritual pagano de la decrepitud desde el momento en que comenzó a olvidar las cosas, ya ni se acordaba cuándo. Igual dejaba de lavarse los dientes que de apagar el auto o cerrar el portón de la cochera, aunque algunas veces se le iba tan lejos el avión, que podía llegar a saltar las comidas o aparecerse por la oficina en domingo. Afortunadamente, el hombre no sufría en absoluto las consecuencias de los apagones de la memoria: nadie puede recordar lo que no ha hecho. Eran los otros quienes se alarmaban por las lagunas de su existencia y quienes le señalaban las fallas de sus acciones con cara de preocupación. Él seguía con su vida como si no ocurriera nada. Los médicos no encontraban explicación lógica al trastorno. Le habían practicado decenas de estudios y concluido que los síntomas no eran propios del mal del alemán, ni de la demencia senil, pues en lo referente a sus negocios no se le iba una.

     Mendoza giró instrucciones a su asistente virtual. Los primeros acordes de la sonata para piano No. 16 de Mozart inundaron la habitación mientras las píldoras descendían por el tracto digestivo. Odiaba la música clásica, pero se regodeaba al pensar que sus empleados lo tenían por gente culta. A cada toma se preguntaba si una vez transitado el esófago las pastillas se disolverían en el estómago, o pasarían de largo al intestino para llegar a la sangre y luego a las células. Tragó la gragea blanca, un efectivo diurético que le permitía gozar de la apariencia humana en lugar de parecer un sapo, y enseguida tomó otros dos comprimidos para regular la presión y el azúcar. Se bebió después el té de ginseng, nomás por darle gusto a Gloria, quien creía en todo lo natural, en las bondades del feng shui y en el sexo tántrico.

     ─Mira Rafael ─le dijo ella un día en el tono dulce de las pedigüeñas─, no le hagas caso a los doctores, que sólo quieren asustarte y sacarte la lana. Vuélvete vegano, no hay nada más recomendable para alguien en tu condición.

     Una maldita condición de mierda, pensó Mendoza frente al espejo del baño. Ahora que tenía a su alcance placeres costosos y mujeres jóvenes y deliciosas, el cuerpo ya no le respondía como cuando era jodido y aguantaba tres asaltos seguidos de media docena de tacos en El Paisa. Desde la ventana de su oficina la ciudad lo miraba atónita entre conglomerados de nubes. Tener la capital a sus pies había sido uno de los más caros caprichos de su ego, un símbolo de estatus que lo ponía muy por encima del promedio de la población y de varias generaciones en su familia. Lástima que cada vez pudiera regocijarse menos en ese éxito, con todo lo que podía regalarle el dinero habido en sus cuentas.

     Su secretaria entró al despacho sin llamar. Llevaba dos fajos de papeles que depositó sobre el escritorio urgiéndole la firma.

     ─Lo veo muy pálido señor Mendoza, ¿ha comido bien? ─comentó fingiendo el matiz de consternación, porque en realidad a ella le daba lo mismo la salud del empresario.

     Después de una década de asistirlo había pasado de la atracción al amor y del desasosiego al valemadrismo. Que sus golfillas se hicieran cargo de cortesías y piedad, que ya bastante insulto era para ella el tener que enviarles arreglos florales y ultimar la compra de inmuebles cuando la pasión le agarraba duro al señor. La peor parte era hacer de tapadera con la esposa, una mujer que había recibido cuatro demandas de divorcio por parte del abogado de la empresa a las que respondía sin sobresaltos: “Dígale a mi marido que o se muere o me manda matar, porque yo no lo dejo”.

     Mendoza firmó los documentos en automático y despachó a la secretaria. Los intestinos le gruñían con un apremio licencioso y tuvo que correr a encerrarse en el baño para seguir en lo suyo. Nada lo hacía sentir más vulnerable que la enfermedad. Las píldoras que lo mantenían con vida, si a eso podía llamársele vida, le iban cobrando facturas cada vez más caras. Cuando no era la acidez, estaba suelto del estómago, y cuando por casualidad no padecía ninguna de las dos condiciones anteriores, el estreñimiento le escindía el desempeño sexual. En mala hora le estaba sonando el teléfono celular con el tono destinado a Gloria. Las llamadas se sucedían con la desesperación de un adicto en abstinencia y él había dejado el aparato sobre el escritorio. Salió a contestar todavía subiéndose los pantalones.

     ─¿Qué haces, mi amor? ¿Ya no me quieres contestar? ─dijo una voz con tono de prepago.

     ─ ¿Cómo se te ocurre, mi cielo? Estaba en una llamada con el contador.

     ─ ¿Nos vemos en la noche?

     ─ Se me hace que hoy no voy a poder. Tengo una cena en la casa. Ya sabes que no puedo faltar con mis hijos.

     ─ Tú siempre con lo mismo. A ver si un día de estos no me canso de estarte esperando.

     ─ No mi vida, el fin de semana nos vamos por ahí. Te lo juro.

     ─ Pues, Háblame. A ver si puedo.

     Debatiéndose entre apretar y soltar esfínteres, Mendoza volvió al baño de prisa. Por un lado la urgencia era apremiante, pero por el otro el ardor inaguantable. Las lágrimas escurrían por sus mejillas a cada pujido, no sabía si desmayarse o correr a internarse en un hospital. Ya el médico le había prohibido las comidas condimentadas en exceso, pero el empresario no sabía de poquitos y argumentaba que la riqueza sin gozo era la peor estupidez del hombre cabal. Para qué tener tanto dinero si no se puede comprar lo que a uno le gusta, le decía a sus compañeros del club cuando acudía al vapor o a una sesión de masaje relajante, porque de hacer ejercicio, nada. Cuando rato después logró levantarse del inodoro, con las piernas tembleques y la parte interna de las nalgas a punto de reventar en sangre, despotricó contra el ser supremo. Nomás le faltaba hacerse con unas hemorroides para completar el cuadro de sus desgracias.

     Con el temor de estar imposibilitado para ocupar la silla ─físicamente hablando─, hizo llamar al chofer y pidió que lo llevara de regreso a casa. No era prudente seguir en el consorcio después del enojoso episodio de la cagantina. Dejó encendidos el reproductor de música y la computadora, pero no olvidó colocarse en la cuenca de la espalda a su fiel Vilma, una Glock G17, muy fácil de manejar por su seguro automático y disparos de precisión. Nunca había tenido fe en el sistema de justicia y sospechaba que por ser el más cabrón de los socios, los organizados lo elegirían como un blanco seguro. ¿Qué sería de los inglesitos paliduchos sin su protección y su aguzado cerebro?, pensaba Mendoza muy orondo, seguro de haberles caído del cielo como una bendición en tierra Azteca.

     Dionisio, el chofer, le esperaba con la portezuela del Passat abierta y la sonrisa acartonada de todos los días.

     ─ ¿A dónde lo llevo señor?, ─preguntó intrigado por la hora tan temprana en que salía su jefe.

     Si lo vio demacrado y cabizbajo no hizo comentario alguno. Los empleados no sentían especial afecto por el señor Mendoza, un tipo prepotente que nunca se tomaba la molestia de indagar en sus vidas. Lo dejó frente a la puerta de su domicilio, en tanto él debía permanecer en el coche por tiempo indefinido por si al señor se le ocurría alguna otra diligencia.

     Mendoza hizo una parada de emergencia en el servicio de visitas. Se prendió al toallero cuando los entuertos le hicieron fruncir los labios en una mueca infame, pero nadie acudió en su auxilio a pesar de los quejumbres. No había un alma que saliera a recibirlo en su propia casa y prefirió largarse con Gloria, a un departamento que le había puesto en Torres Plata cuya vista periférica era tan ambiciosa como la de las oficinas del consorcio. Allí lo dejó Dionisio y se marchó con la orden de regresar al trabajo para hacer sus despachos habituales. El empresario se dejó caer en la cama redonda, incapacitado para accionar las teclas del teléfono y pedir a su amante que fuera a hacerle compañía. Había visitado cinco veces el inodoro cuando cayó, rendido por la deshidratación, en un sueño que transmutó en pesadilla. Se reconoció a los ocho años, acarreando la bolsa de teleras que cada noche su madre le enviaba a comprar a la Flor de Puebla, y se vio haciendo fila en la caja. El olor de la harina con mantequilla le produjo un revoltijo de saliva. Cuánto deseaba poder comerse uno de aquellos panes, pero pertenecía a una numerosa familia y el pan de dulce era un lujo reservado para las grandes ocasiones.

     Gloria entró en el departamento pasadas las siete. Le sorprendió encontrar las luces encendidas y el tufillo rancio que emanaba del interior, pero iba entonada con unos anises en compañía de un guapo colega de sus tiempos de universitaria. Sirvió dos vasos con whisky y ambos se apoltronaron en el sillón de la sala a consumar sus arrumacos. Habían puesto una música romántica cuando del fondo del pasillo les llegó un lamento lacio que adjudicaron a los ruidos de la calle. Mendoza se apareció en la estancia con el pelambre apelmazado de sudor y la camisa a medio abrochar. Había olvidado para qué estaba ahí. No recordaba quién era ni qué día corría en el calendario. Tampoco reconoció a Gloria, pero la miró entre los brazos del hombre y creyendo que era su hija menor de edad agarró a Vilma por las nalgas. En cosa de nada soltó la carga sobre los amantes y cayó al suelo por el mismo impacto de la detonación con los pantalones anegados en mierda. Al otro día se presentó en la oficina como si nada. Nadie recuerda lo que no ha hecho.

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Twitter: @mldeles

De la Autora

He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.

He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.

He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.