• 09 de Noviembre del 2025
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Indignación democrática. ¿Pueden el agravio y la ira ser llave del cambio?

En tiempos de cambios acelerados es necesario tomar pausa y distancia. Hace unos días terminé de leer La democracia como agravio, de Álvaro García Linera, un pensador forjado entre las ideas y el ejercicio de gobierno, y quién desde hace un tiempo ha retomado su faceta de intelectual, pero con una visión más ajustada y destilada por la propia experiencia.

Linera sostiene que todo sistema político vive tensionado por tres heridas colectivas: las frustraciones de los más pobres, el resentimiento de quienes creían merecer más y el impulso de las viejas élites a retomar el control. En México, esas heridas están a flor de piel. Veamos.

Casi 47 millones de mexicanos siguen atrapados en la pobreza multidimensional, es decir, sin acceso garantizado a salud, educación o alimentación digna. Esa realidad golpea diariamente a familias enteras que, lejos de canalizar su descontento en urnas o asambleas, ven cómo las promesas de mejora quedan atrapadas en la burocracia.

Al mismo tiempo (segundo sector agraviado) un sector de profesionistas y empresarios, acostumbrado a ascender socialmente, hoy se siente “nivelado” con quienes no tuvieron sus mismas oportunidades: solo el 27.9 % de la población confía en los partidos políticos, y más de la mitad considera que la democracia “podría funcionar sin ellos”.

Esa desafección abre la puerta a soluciones autoritarias: si el sistema no cumple, ¿por qué no apostar por una “mano dura” capaz de devolver el orden y restaurar privilegios?

A esto se suma la creciente concentración del poder público; la reciente desaparición de Coneval y la absorción de sus funciones por el INEGI no solo mengua la autonomía técnica en la evaluación de políticas sociales, sino que refuerza el miedo de quienes creen que solo un liderazgo fuerte garantizará “seguridad y progreso” .

García Linera nos advierte que esas tres pulsiones –la indignación por la miseria, la rabia por la igualación y el anhelo de orden de los autoritarios– solo dejarán de alimentar crisis recurrentes si se convierten en energía transformadora. En la práctica, eso exige construir lo que él llama una “democracia compuesta”: un entramado real de instancias deliberativas y ejecutivas donde la ciudadanía deje de ser mera espectadora y pase a cogobernar.

Imaginemos, por un momento, un ejercicio más directo de asambleas locales con capacidad de presupuesto y decisión sobre programas de agua, salud o educación. Donde comunidades de Zongolica o Cuetzalan no esperen a que el ayuntamiento decida por ellos, sino que sean más arquitectos de su propio desarrollo.

Pensemos en cooperativas agroalimentarias y sindicatos, reales, no charros, fortalecidos por incentivos fiscales y formación en gobernanza interna, de modo que las familias rurales no solo demanden justicia, sino que la practiquen cotidianamente.

Visualicemos partidos políticos obligados a abrir listas y someterse a auditorías ciudadanas, recuperando credibilidad al demostrar que la política puede ser un espacio inclusivo, no un club de privilegios.

En México, la llave para desbloquear nuestra propia fuerza transformadora está en reconocer que los agravios no desaparecerán; son el combustible de la política.

La tarea es convertir ese combustible en engranajes de participación real, reemplazando el desencanto por esperanza activa. Solo así dejaremos de girar en círculos de promesas incumplidas y retrocesos autoritarios, y podremos avanzar hacia una democracia que, de verdad, sea de todos.

En esencia, lo de toda la vida. Como Sísifo, volver a levantar la mirada y construir, sobre ese puñado de pocas ideas que han parido la humanidad como justicia o dignidad y que nos han dado resultados. Imaginar desde luego, la existencia también de algunas nuevas.