Las palabras son más que sonidos: son memoria y también advertencia. “Rencor”, por ejemplo, viene de “ira envejecida”, según un diccionario antiguo. En política, el rencor no es personal: es estratégico.
Los Estados lo acumulan, lo guardan, y cuando lo liberan, no es por impulso, sino por cálculo.
Dostoievski lo entendió frente a El cuerpo de Cristo muerto en la tumba, de Holbein: no basta con ver, hay que mirar hasta entender lo que no se dice. Galeano lo resumió en la voz de un niño que al descubrir el mar pidió: “Ayúdame a mirar”. Hoy, México necesita esa mirada frente a la tormenta política que viene del norte.
Los misiles retóricos entre la presidenta Claudia Sheinbaum y Donald Trump sobre “cazar” cárteles en México son más que improvisación: son una cortina de humo cargada de mensajes. La filtración de planes para operaciones en territorio mexicano busca medir reacciones y recordarle a la presidenta que Washington tiene agravios guardados y que ahora está dispuesto a cobrarlos.
La exigencia es clara: abrir procesos contra políticos de Morena con presuntos vínculos criminales, incluido el senador Adán Augusto López.
La investigación que Estados Unidos presume tener sobre él no menciona drogas, pero lo vincula a redes criminales asociadas al Cártel de Sinaloa, al de Jalisco y a negocios con el régimen de Nicolás Maduro. Y ahí está la llave: el rencor estadounidense hacia Caracas, hoy avivado con una recompensa récord por su captura, encuentra en México una puerta de presión.
Cada nombre en esa lista es un recordatorio de que la cooperación judicial y las extradiciones no se dan en el vacío. Un capo enviado a EE.UU. es más que un prisionero menos en México: es inteligencia, es moneda de cambio y es una pieza más que se coloca en un tablero donde la soberanía se negocia, no se proclama.
Pareciera que la presidenta está atrapada entre la lealtad a López Obrador y la presión de Washington. No actuar la expone a que el Departamento de Justicia formalice acusaciones y pida extradiciones que ella no controla; actuar implica romper con su mentor y aceptar el costo político interno.
En este juego, el problema no es solo qué decide Sheinbaum, sino qué capacidad tiene México para decidir por sí mismo.
La costumbre —esa “cadena invisible” de la que hablaba León Felipe— es asumir que entregar a un connacional a otro país es un gesto de cooperación, no de cesión de soberanía. Pero si las causas emblemáticas se juzgan fuera, nuestro sistema judicial se vacía, y el mensaje es demoledor: México no se cree capaz de juzgar a sus propios poderosos.
Un país que se acostumbra a depender de otro para impartir justicia pierde esa ligereza. Se convierte en territorio administrado, sensible a todos los vientos, pero bajo cielos ajenos.
Cuando Estados Unidos pide la extradición de un capo, mueve el tablero criminal; cuando pide la de un político, interviene directamente en la política interna del país. No hay forma de maquillarlo: es soberanía cedida en nombre de la cooperación.
Cada político enviado a una corte estadounidense es un mensaje para el sistema político de que no ejerce el monopolio real de la justicia sobre sus propios actores de poder.
Es la aceptación tácita de que el árbitro está fuera y que las reglas se dictan desde otra capital. Y un Estado que normaliza esa dinámica no se transforma: se administra como sucursal.