El cambio simbólico anunciado desde los palacios no logra clarificar la realidad: se parece más a un teatro con elementos retóricos, que a una transformación profunda. La política se vuelve máscara y el Estado, un escenario donde los actores principales repiten líneas dictadas por poderes invisibles. ¿Y el pueblo? Como siempre es miedo, es hambre, es tristeza y al final de la tarde, simplemente, es carne de cañón.
El mito de la soberanía se rompe cuando la influencia dentro la sociedad no proviene de la democracia, sino del crimen organizado, que distribuye miedo con la precisión de una maquinaria. Sin que el pueblo sepa cómo, se imponen medidas unilaterales caídas desde el cielo, dichas en nombre de la paz, pero su verdadero rostro son amenazas veladas, pactos oscuros que aseguran la continuidad de un orden paralelo y clandestino.
La seguridad de la región se mide, siempre, por la lealtad a intereses transnacionales que sostienen este mundo fallido, nunca por la protección de los pueblos. Los mares del Sur, antaño rutas de piratas, intercambio y esperanza, hoy son canales de tráfico y silencio; un mapa en el que los elementos claves son rutas de contrabando, puertos comprados, autoridades comprometidas.
En medio al idílico paisaje natural, la retórica oficial pretende borrar las huellas del naufragio colectivo a que las naciones están siendo sometidas. Pero el pueblo, mismo herido, resiste: reconoce que la política convertida en botín siempre sofoca la memoria y la voluntad. Algunas veces, se enoja otras veces, resiste. Porque sabe que incluso en los mares oscuros donde reina un narco Estado, todavía se alza la obstinada certeza de que la libertad no es concesión de los poderosos, sino conquista de los que se niegan a arrodillarse.