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Márcia Batista Ramos
Los chanchos gordos, bien cebados a la sazón del tiempo, siempre se resignan ante la muerte. Caminan pesados, hinchados de grasa y cansancio, como si supieran que el final está marcado por cada bocado que tragaron. Gruñen bajo. No hay sorpresa en sus ojos, solo esa calma extraña de quien carga demasiado peso en el lomo. No forcejean, no escapan: esperan. Es algo irónico, como si cada cerdo supiera que es llegada la hora de volverse chorizo.
"a saudade do que nunca houve, o desejo do que poderia ter sido, a mágoa de não ser outro."Bernardo Soares (Livro do Desassossego)
“Sobreviviente
Todos murieron
antes que yo naciera:
La abuela Antonieta
La abuelita Negrita
El abuelo Cesáreo
La abuela Leontina
El abuelo Ignacio
…
Las tías
Los primos
…
Hoy estoy viva
¡Llena de muertos!”
El Lenguaje Roto
Dicen que antes los humanos hablaban un idioma común con los elementos: entendían la voz del agua, del viento, del mineral. Pero al volverse dueños de la tierra, ese idioma se transformó en miles de lenguas humanas. Lo oculto es que todavía cada palabra arrastra ecos de ese lenguaje original; por eso, ciertos sonidos conmueven sin explicación, como si tocaran un nervio arcaico en la memoria.
La humanidad no es una definición de diccionario, ni una suma de números que respiran. La humanidad es, en esencia, esa grieta luminosa y oscura que nos habita: la capacidad de crear dioses y también matarlos, de levantar templos y después, como desquiciados, incendiarlos. Es lo que se teje en el gesto más pequeño —una mano que tiembla al dar un pan— y también en los delirios de poder que, sin importar el otro, escriben mapas con sangre.
La palabra libertad se desgasta en la boca de los gobernantes, se pronuncia como un himno vacío bajo el cielo que oculta más sombras que claridad. Se nos promete un día luminoso, pero lo que se entrega son noches eternas, marcadas por la cicatriz de una herida cultural que nunca termina de cerrar, en el hermoso continente del sur.
El invierno parecía que llegaría temprano aquel año. Las piedras de las casas parecían sudar por tanta humedad y los tejados goteaban un frío espeso
La independencia de Brasil, en 1822, fue una fecha política importante, sí, pero la literatura no despertó al mismo tiempo. Durante años, casi todo lo que escribíamos parecía una imitación elegante de Europa. Era como si las palabras, aunque brasileñas, caminaban con el acento de Lisboa o París. Los libros tenían selvas, pero sin olor; hablaban de la patria, pero con ojos prestados. ¿Cómo escribir, de verdad, el sertão[i], el quilombo, los ríos, las voces mestizas, si el idioma venía de otro mundo?
Te canto desde este lado del mundo,
donde los muros no sangran
y el cielo no se abre en pedazos de fuego.
Te canto para que tu sombra no se diluya
en la indiferencia del que cambia de canal.
Márcia Batista Ramos
En 1822, Brasil gritó independencia.
A orillas del Ipiranga, se alzó la voz de un príncipe y nació un país que se llamaría libre. Pero esa libertad, como tantas veces en la historia, tuvo dueño. Las cadenas visibles se aflojaron en los documentos oficiales. Otras, invisibles y más resistentes, siguieron anudadas a la garganta de quienes jamás fueron llamados al banquete de la patria.
La literatura de la nueva nación —esa pluma que debía narrar la ruptura y escribir la memoria— se sentó, desde el principio, en una mesa de pocos cubiertos. Allí se acomodaron los letrados blancos, formados en moldes europeos, herederos del canon portugués. Declararon su misión de forjar un espíritu nacional, pero lo hicieron silenciando a quienes, desde siglos atrás, habitaban y sostenían la tierra.
Los negros, mayoría en muchas provincias, siguieron viviendo en un limbo legal. El tráfico de esclavizados continuó, alimentando ingenios azucareros y cafetales. Sus cantos, sus lenguas, sus cosmogonías no entraban en las imprentas. El Brasil independiente no se detuvo a preguntar qué historias querían contar. Si aparecían, era como figuras exóticas o símbolos de fuerza bruta; nunca como autores de su propio destino. El eco africano no llegó a las páginas oficiales.
Hubo, sin embargo, grietas en esa muralla. Décadas después, la voz ardiente de Antônio de Castro Alves —poeta joven y rebelde— rompió el silencio:
“Auriverde pendón de mi tierra… ¡antes ondee sobre campos manchados de sangre que en manos de esclavos sirva de corona!”
Su poesía abolicionista no solo denunció la esclavitud: dio dignidad poética a quienes habían sido reducidos a cifras de mercado.
Las mujeres, guardianas de la memoria oral, tejedoras de canciones de cuna, cronistas del día a día, tampoco fueron convocadas al nuevo coro literario. La imprenta, masculina por costumbre y por ley, apenas publicaba algún poema aislado. La patria nacía muda de una mitad de su alma. Sin embargo, en cocinas, patios, cartas escondidas, ellas seguían narrando. Su literatura clandestina era el sostén íntimo de la vida cotidiana.
Los pueblos originarios, herederos de un territorio ancestral, fueron convertidos en alegoría. La palabra “Pindorama”, que significa “tierra de las palmeras” en lengua tupi, fue sustituida por vocablos coloniales. La literatura romántica pintó a los indígenas como figuras nobles y condenadas a desaparecer; una estética de despedida, escrita por quienes no compartían su lengua ni su cosmovisión. Mientras tanto, en aldeas y selvas, ellos seguían cantando, hablando en sus idiomas, relatando sus orígenes. El país los escribió como mito y no los escuchó como contemporáneos.
Así, en los primeros años de la independencia, la literatura brasileña fue un espejo parcial: reflejaba a quienes tenían el privilegio de la palabra escrita y el aval social para publicarla. Negros, mujeres e indígenas habitaban la vida real, pero no la vida impresa. La historia se contó desde un balcón alto, demasiado lejos para escuchar el murmullo del suelo.
Pero la nueva patria no estaba muda.
Había voces, muchas voces, hablando en registros que la oficialidad no reconocía:
— Cantos que acompañaban la molienda en los ingenios;
— Oraciones sincréticas que mezclaban santos católicos y orixás africanos;
— Cuentos transmitidos alrededor del fuego, con el jaguar, la luna y el río como personajes;
— Versos improvisados en fiestas populares, desafiando al amo o al vecino con ironía.
Ese Brasil no se veía en los libros, pero existía con una fuerza que, tarde o temprano, rompería la pared del silencio. Como señala Lilia Moritz Schwarcz:
“La independencia proclamada en 1822 no cambió las jerarquías sociales heredadas del período colonial; apenas las vistió con ropajes nuevos.”
Hoy, dos siglos después, el eco del Ipiranga aún se ahoga en las mismas aguas donde se hunden las voces incómodas. La Academia Brasileña de Letras, en pleno siglo XXI, se celebra a sí misma con el ingreso de figuras como Ailton Krenak y Ana Maria Gonçalves. Pero el énfasis mediático recae más en su origen étnico que en la densidad y el mérito literario de sus obras. Es la misma máscara de siempre: inclusión como espectáculo, exclusión como práctica.
No es distinto de cuando Júlia Lopes de Almeida, una de las mentes más brillantes de su tiempo, fue excluida como fundadora de la Academia, para ser reemplazada por un hombre. Aplauden la diversidad, pero la encierran en una vitrina, separada de la tradición canónica, como si su lugar en la lengua dependiera de su color o de su género, y no de la contundencia de su palabra.
La pregunta persiste:
¿Cuántas voces siguen fuera del relato oficial en un país con más de 200 millones de habitantes? La independencia política no garantizó independencia cultural ni literaria. Los estantes aún arrastran el peso de siglos de exclusión.
Y, sin embargo, pienso que cada vez que un autor afrodescendiente publica su libro, cada vez que una poeta indígena recita en su lengua, cada vez que una mujer toma la palabra sin pedir permiso, se reescribe el acta de 1822 con tinta verdadera.
Tal vez la historia de Brasil no sea un único grito en el Ipiranga, sino una polifonía que aún está afinándose.
Y tal vez, la verdadera independencia literaria solo llegue cuando todos los acentos, todos los ritmos, todas las memorias ocupen el mismo espacio en la página.
Un país no se cuenta entero hasta que escribe —y se deja escribir— por todos sus hijos. Todos.
Los visibles y los silenciados, los que siempre estuvieron y los que aún esperan.
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