Tal vez, por eso, las verdades ocultas no están en los libros prohibidos ni en los archivos bajo llave: están en lo que no queremos mirar. Como el simple hecho de que el progreso, muchas veces, es ruina disfrazada; o que el amor, aunque lo rodeemos de poemas, también puede ser prisión; que la historia es contada por las voces que deciden y tienen el poder de hacer olvidar a las otras voces; y, que lo que llamamos verdad, suele ser un pacto frágil para sobrevivir a lo insoportable.
Pienso que el mayor secreto de la humanidad es que cada individuo, en el fondo, sospecha que todo esto —el mundo, las estructuras, las normas— son un artificio que podría derrumbarse en cualquier instante. Y sin embargo seguimos, porque la esperanza es la mentira más necesaria y la más bella que tenemos, por eso, nos aferramos a ella.
El océano es un rumor interminable de contradicciones. Humanidad es ser al mismo tiempo verdugo y niño, anciano y recién nacido, grito y silencio. Y tal vez, la verdad más velada sea que no hay vigilante más feroz que el miedo que habita dentro de cada uno.
Lo prohibido no siempre es censura externa, muchas veces, es el velo que cada sociedad coloca para no mirarse al espejo. Para hablar de verdades ocultas, hay que apartarse de los canales convencionales y caminar por las grietas. Así, medio en la sombra, con un código o con un qué sé yo, que permita decir lo indecible.
Creo que una verdad oculta es que la humanidad vive sostenida por ficciones compartidas: nación, dinero, progreso, justicia… Todas son construcciones frágiles, sostenidas en la fe colectiva. Sin esa fe, el mundo se deshace. El oro no brilla más que la piedra, salvo porque decidimos que brille. La patria no es más que tierra y sangre, pero la envolvemos en himnos, banderas y rezos para que parezca sagrada.
Entonces, percibo que el poder no se ejerce solo desde arriba. El verdadero control es invisible, porque está en los gestos pequeños, en las costumbres, en la palabra. Se nos entrena a obedecer sin látigo, a temer sin cadenas. Sabemos que estamos vigilados y aceptamos en silencio. La vigilancia más sofisticada no es tecnológica, es cultural, porque nos hace censurarnos a nosotros mismos.
Como si estuviera escrito en un tratado de física cuántica, pienso que, lo que la humanidad llama realidad es apenas un acuerdo perceptivo. Porque sé que nuestros sentidos son filtros, y la conciencia colectiva traduce lo inabarcable en símbolos. Lo que creemos sólido es, en el fondo, una ilusión compartida para no enloquecer frente al caos. Ya que, la estructura del mundo depende de que esas ficciones no se resquebrajen. Si demasiadas personas dejaran de creer en la moneda, el mercado caería. Si demasiadas personas dejaran de creer en la nación, la frontera sería humo. Si demasiadas personas dejaran de creer en los dioses, los altares se volverían piedra muerta.
Pero los humanos queremos pertenecer a una nación, tener fronteras que demarquen nuestro territorio, tener oro para comprar hasta lo innecesario y construir altares de piedra para los dioses que nacen y mueren con nosotros en nuestra efímera existencia.
Lo más hilarante del caso, es que, en el fondo, aunque sabemos que todo pende de hilos imaginarios, seguimos bordando día y noche, más que Penélope. Porque sin esas ficciones, quizá el vacío nos tragaría. Y lógicamente, tenemos miedo de lo desconocido y del vacío y etc.
Me envuelve una mezcla de fascinación y desgarro.
Fascinación, porque las verdades ocultas son como grietas por donde entra un rayo de luz en una caverna, permiten ver que, lo que parecía sólido es apenas un decorado.
Desgarro, porque cada verdad trae consigo la certeza de que lo humano se sostiene sobre arenas movedizas.
Nos hundimos y no queremos admitirlo. No existe una voz colectiva que me acompañe. Entonces, me hundo en las pesadas arenas de la verdad y en soledad vomito el peso de la existencia, sabiendo que ya a nadie le gusta nada más allá de la superficie.
Cuando profundizo en esas capas no dichas, descubro que la humanidad teme más a la claridad que a la oscuridad. Porque la claridad obliga a hacerse responsable. Por eso, se prefieren las ficciones: protegen, consuelan, adormecen.
Mi raciocinio me permite ver patrones cómo: que la historia de la humanidad no es una línea de progreso, sino un ciclo de olvidos; que los sistemas de poder se repiten con nuevos nombres, pero con idénticos mecanismos; que lo que llamamos libertad, la mayor parte de las veces, es apenas la posibilidad de elegir entre opciones limitadas.
Pero más allá del razonamiento, si me acerco con algo parecido a la intuición, siento que las verdades ocultas no son tesoros enterrados que esperan ser hallados, más bien, son heridas abiertas que nadie quiere tocar, porque cada vez que se rozan, arde la memoria de lo que fue silenciado: culturas borradas, voces negadas, amores perdidos, futuros abortados y otras cosas que duelen cuando se las nombra.
Por eso, nos aferramos a las ficciones como a un salvavidas en aguas oscuras, porque sin ellas la humanidad se vería desnuda hasta el hueso, frente a un vacío insoportable.