• 20 de Junio del 2025
Adela Ramírez

Adela Ramírez

Cuando pensamos en Leonardo da Vinci, solemos imaginar al genio pintor de La última cena o La Gioconda. Pero más allá del arte, Leonardo fue también un apasionado científico, obsesionado con entender los misterios del cuerpo humano. Entre sus múltiples intereses, uno de los más enigmáticos fue su búsqueda por encontrar el lugar donde reside el alma.

En el extenso mapa del placer femenino, el punto G ha sido durante décadas un territorio envuelto en fascinación, misterio y debate. ¿Se trata realmente de una zona erógena con base anatómica, o estamos ante una creación cultural moldeada por mitos, expectativas y deseo? Su existencia ha sido defendida con pasión y cuestionada con escepticismo, convirtiéndolo en uno de los enigmas más comentados de la sexualidad femenina.

El surrealismo, movimiento artístico nacido en Europa en la década de 1920, se caracteriza por su interés en el inconsciente, los sueños y la liberación de la mente. Aunque muchos asocian este movimiento con artistas masculinos como Salvador Dalí o André Breton, figuras como Remedios Varo, Leonora Carrington y Frida Kahlo aportaron una perspectiva femenina y profundamente personal al surrealismo. En particular, la obra Mujer saliendo del psicoanalista (1960) de Varo ejemplifica cómo el psicoanálisis influyó en la pintura surrealista.

Por Adela Ramírez
Todos los vivos hemos muerto alguna vez, todos hemos sentido que el mundo se detiene, que la conciencia para y hay un apagón íntimo, un breve eclipse del yo, una desconexión fugaz del mundo racional, me refiero a la llamada “muerte chiquita” o en lengua francesa: “la petite mort”.
No es una muerte real, la petite mort refiere que en el clímax del placer hay una muerte momentánea del yo, una rendición a lo más corporal y espiritual a la vez. Es un momento donde el tiempo se detiene para después explotar de placer.
La expresión comenzó a circular como eufemismo en la literatura del siglo XVI, aunque su sentido sexual se consolidó más claramente hacia el siglo XIX.
No se le atribuye a una sola persona, pero, se sabe que fue utilizada por escritores y poetas franceses como una metáfora para describir la sensación de pérdida de conciencia, disolución del yo o agotamiento profundo después del clímax sexual.
Jean de La Fontaine (s. XVII), en sus fábulas y escritos, ya jugaba con dobles sentidos eróticos, aunque sin nombrar directamente la petite mort en este contexto. En el siglo XIX, autores como Gustave Flaubert o Charles Baudelaire usaban el término de manera más simbólica y explícita. Georges Bataille, filósofo y escritor del siglo XX, es uno de los más conocidos por explorar profundamente el vínculo entre erotismo, éxtasis y muerte, aunque no fue él quien acuñó el término.
La frase la petite mort originalmente se usaba en contextos literarios y poéticos para describir una pérdida momentánea de conciencia o vitalidad. Con el tiempo, su asociación con el orgasmo —por ser una experiencia intensa que provoca una breve "desconexión" del yo— se volvió más explícita y culturalmente reconocida.
Durante el orgasmo, el cuerpo es una sinfonía bioquímica. En ese momento, el cerebro libera una tormenta de neurotransmisores: dopamina (el químico del placer), oxitocina (la hormona del apego) y endorfinas (analgésicos naturales). En estudios de neuroimagen, se ha visto que, en el clímax, regiones como la corteza prefrontal —asociada al juicio, la planificación y el control— prácticamente “se apagan”. Es decir, en ese instante, la mente racional se rinde, “muere momentáneamente”.
Alguien escribió que “el orgasmo es la única experiencia espiritual que el cuerpo concede sin pedir permiso al alma”. En hombres y mujeres, el sistema nervioso simpático alcanza su pico máximo, el ritmo cardiaco se dispara, los músculos se contraen involuntariamente, y todo el sistema límbico, centro de las emociones, se enciende.
Un estudio del neurocientífico norteamericano Barry Komisaruk, quien ha sido testigo de más de 200 orgasmos femeninos en vivo en su laboratorio, encontró que el clímax femenino activa más de 30 áreas cerebrales, incluyendo aquellas vinculadas al dolor, la emoción y la recompensa. ¿Quién dijo que el placer es simple?
La literatura ha llamado a este momento de disolución de muchas formas. Shakespeare lo mencionaba entre líneas; los poetas sufíes hablaban de un éxtasis místico no muy distinto. Y los surrealistas franceses, cómo no, lo nombraron sin miedo: la petite mort, esa muerte diminuta que se cuela entre los muslos y se lleva, por un segundo, la conciencia de estar vivos... o la hace más intensa.
Tras el clímax, el cuerpo entra en fase de resolución. El sistema parasimpático toma el control: la calma llega, los latidos disminuyen, y el mundo vuelve a ser reconocible. Es por lo que muchas personas sienten somnolencia, ternura o incluso melancolía. El momento posterior al orgasmo puede ser introspectivo, como si el alma necesitara recoger sus piezas.
No es casualidad que muchas culturas hayan asociado el sexo no solo con placer, sino con muerte, transformación o renacimiento. En cierto modo, cada clímax es una frontera: se muere un yo y se nace otro. Por eso, algunos encuentran en ese instante una forma de verdad.
Aunque todo esto suene profundo, también es cierto que la "pequeña muerte" tiene su parte terrenal: hay gemidos fuera de ritmo, caras graciosas, tropiezos con ropa interior y momentos de "¿ya terminó?". Al final, no todo lo sublime necesita solemnidad.
Porque la petite mort no es un final, sino una pausa deliciosa. Un apagón necesario en el que, por un instante, dejamos de ser para simplemente sentir.
Y al volver, traemos con nosotros el recuerdo de un instante eterno, envuelto en jadeos, sudor y escalofríos de placer.

Versos desde el abismo dulce
"Y al morir en tus brazos, me volví universo,
sin cuerpo, sin nombre, sin tiempo ni verso.
"
Anónimo sensualista

El sexo, más allá del deseo, es también medicina con aroma a piel y ritmo de placer. Para la mujer, tener una vida sexual activa y satisfactoria no solo enciende los sentidos, sino que también enriquece la salud física, mental y neurológica, ¿quién diría que el gozo tiene tantos efectos secundarios positivos?

Belleza que se nota (y se siente)

Durante el sexo, el cuerpo femenino entra en una sinfonía fisiológica: aumenta el flujo sanguíneo, se activan las glándulas sudoríparas y sebáceas, y se liberan endorfinas que actúan como antioxidantes naturales. El resultado: una piel más luminosa, mejor oxigenada y con menos signos de fatiga.

Un estudio de la Universidad de Michigan reveló que las mujeres que mantienen relaciones sexuales frecuentes presentan niveles más altos de estrógeno, lo que se traduce en una piel más firme, cabello más brillante y un ciclo menstrual regular.

Además, el aumento en la producción de colágeno tras el orgasmo puede ayudar a mantener la elasticidad de la piel y retrasar algunos efectos visibles del envejecimiento.

Una mente en calma y en fiesta

El sexo es también un antídoto contra el estrés. Cuando una mujer alcanza el clímax, su cerebro libera dopamina, serotonina y oxitocina: sustancias que reducen la ansiedad y aumentan la felicidad. Según la Universidad de Rutgers, estas sustancias también fortalecen el vínculo afectivo con la pareja y ayudan a combatir la tristeza y la melancolía.

No es casualidad que, tras una buena sesión de sexo, muchas mujeres reporten sentirse más relajadas, optimistas y emocionalmente equilibradas. La ciencia respalda esta sensación: el Instituto Kinsey encontró que las mujeres sexualmente activas tienen menos síntomas de depresión y mayor autoestima.

El cerebro se enciende (literalmente)

Las conexiones neurológicas que se activan durante el sexo son dignas de un concierto sinfónico. Investigadores de la Universidad de Princeton descubrieron que la actividad sexual frecuente estimula la neurogénesis: la creación de nuevas neuronas, especialmente en el hipocampo, zona clave para la memoria y el aprendizaje.

Además, un estudio publicado en The Journal of Sexual Medicine mostró que el sexo mejora la oxigenación cerebral y la capacidad de concentración en mujeres adultas. Dicho de forma simple: el placer también agudiza la mente.

Beneficios físicos

En términos físicos, el sexo funciona como un entrenamiento suave pero efectivo. Quema calorías, mejora la resistencia y fortalece el suelo pélvico, lo que tiene beneficios en la salud ginecológica y urinaria. Y no es un mito: se ha estimado que una sesión de sexo apasionado puede llegar a quemar entre 100 y 200 calorías, dependiendo de la intensidad y la duración.

Por si fuera poco, el contacto íntimo también fortalece el sistema inmunológico. Según un estudio de la Universidad Wilkes en Pensilvania, las mujeres que tienen sexo una o dos veces por semana presentan niveles más altos de inmunoglobulina A (IgA), anticuerpo que combate infecciones respiratorias y digestivas.

Ritual de bienestar integral

No se trata solo de orgasmos, sino de conexión, de química, de autoconocimiento. El sexo, cuando es consensuado, satisfactorio y seguro, se convierte en una fuente de empoderamiento. Ayuda a conocer el propio cuerpo, a reconectar con el deseo y a cultivar una relación más saludable con la intimidad.

El deseo femenino no es un capricho biológico: es una manifestación de vitalidad. Y cuando se vive con libertad y responsabilidad, transforma desde adentro hacia afuera.

Durante la época victoriana (1837–1901), la muerte era una presencia constante en la vida cotidiana. Las altas tasas de mortalidad infantil, las frecuentes epidemias y las condiciones de vida insalubres contribuyeron a que la muerte fuera una compañera habitual en los hogares británicos. Esta realidad no solo impactaba a las clases más desfavorecidas, sino que permeaba todos los estratos sociales, desde la realeza hasta los obreros. A medida que la Revolución Industrial transformaba las ciudades en focos de hacinamiento y pobreza, las condiciones sanitarias precarias aumentaban la vulnerabilidad de la población a enfermedades contagiosas y letales, como el cólera, la tuberculosis y la difteria. En ciudades como Londres, donde la peste y otras enfermedades acechaban constantemente, la mortalidad infantil alcanzaba tasas alarmantes, lo que llevaba a muchas familias a vivir con el constante temor de perder a sus seres queridos.

Por ejemplo, en el condado de Preston, Virginia Occidental, entre 1837 y 1838, solo el 44.6% de los niños de clase obrera sobrevivían hasta los cinco años. Esta cifra ilustra la cruel realidad de la época, donde la esperanza de vida era sorprendentemente baja, especialmente entre las clases más pobres. En este mismo contexto, solo un 20.4% de los adultos de clase obrera lograban superar los 40 años, reflejando las pésimas condiciones de vida y las pocas opciones de atención médica. La vida cotidiana se desarrollaba bajo una constante amenaza de enfermedad y muerte, lo que moldeó la manera en que la sociedad victoriana se relacionaba con la pérdida.

La moda del luto y su significado cultural

La moda, por su parte, no era ajena a este contexto de duelo constante. La reina Victoria, tras la muerte de su esposo, el príncipe Alberto, en 1861, instauró un período de luto que duró 40 años, marcando la pauta para la sociedad victoriana. La reina, cuya devoción hacia su marido era conocida, impuso un riguroso protocolo de luto que impactó directamente en la vestimenta de la época. Las mujeres debían guardar luto durante largos períodos, a menudo dos años y medio, utilizando vestimenta y colores específicos que indicaban el tiempo transcurrido desde el fallecimiento. El color negro, en especial, se convirtió en el símbolo del dolor, y la rigidez del luto fue un reflejo de una sociedad profundamente marcada por la muerte. Este fenómeno afectaba tanto a las clases altas como a las más bajas, y aunque la moda de luto evolucionó con el tiempo, la presencia de la muerte en el vestuario victoriano nunca desapareció completamente.

Fotografía Post-Mortem: un retrato del duelo

Una de las costumbres más singulares de la época fue la fotografía post-mortem. Con la expansión de la fotografía en el siglo XIX, las familias comenzaron a retratar a sus seres queridos fallecidos como una forma de preservar su memoria. A pesar de que esta práctica pueda parecer sombría o incluso macabra desde nuestra perspectiva moderna, era una forma común y aceptada de honrar a los difuntos. En una era en la que la esperanza de vida era corta y los recuerdos de los seres queridos se desvanecían rápidamente, estas imágenes ofrecían una forma de inmortalizar a los fallecidos, especialmente a los niños, cuyas vidas eran tan frágiles. Las fotografías post-mortem no solo capturaban la imagen del difunto, sino que, en muchos casos, los mostraban en escenas cotidianas, como si estuvieran descansando o realizando actividades de la vida diaria.

Retratos dulces y trágicos

Los niños fallecidos, por ejemplo, eran retratados como si estuvieran dormidos, muchas veces rodeados de juguetes o en brazos de sus padres. Las técnicas fotográficas, aún primitivas, se utilizaban para dar la impresión de que los difuntos seguían “vivos”, manipulando los ojos o manteniendo la postura de los cuerpos mediante hilos o soportes invisibles. Esta práctica reflejaba el profundo amor y respeto de las familias hacia sus seres queridos, así como una forma de enfrentar el dolor de la pérdida. En un contexto donde la muerte era tan omnipresente y las despedidas eran casi siempre definitivas, estas fotografías servían como una herramienta para lidiar con el duelo y mantener la conexión con los fallecidos.

La fotografía post-mortem, aunque puede parecer una manifestación extraña para nosotros, revela una visión de la muerte completamente distinta a la que tenemos hoy. En la sociedad victoriana, la muerte era vista de manera más directa, sin los filtros que hoy utilizamos para evitarla. Las costumbres, la moda y las prácticas funerarias reflejaban una cultura que, aunque marcada por la tristeza y el dolor, encontraba formas profundamente humanas de recordar y honrar a los que ya no estaban. En este sentido, la fotografía post-mortem se presenta como un testimonio de la relación íntima y respetuosa que existía entre los vivos y los muertos en esa época, donde la muerte no era un tabú, sino una parte natural de la vida.

Así, la época victoriana nos ofrece una visión conmovedora de cómo una sociedad, a pesar de vivir bajo la sombra de la muerte constante, encontró formas de celebrarla, recordarla y, sobre todo, aceptarla. La fotografía post-mortem, lejos de ser una curiosidad morbosa, era una expresión sincera de amor y memoria, un vínculo entre lo efímero y lo eterno en un tiempo donde la vida y la muerte estaban entrelazadas de maneras que hoy nos parecen ajenas.

Las vanitas son una corriente artística, particularmente desarrollada en la pintura barroca del siglo XVII, que busca recordar al espectador la fugacidad de la vida, la certeza de la muerte y la inutilidad de los placeres mundanos. Su nombre proviene del libro bíblico del Eclesiastés: “Vanitas vanitatum, omnia vanitas”, que se traduce como “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Este género fue especialmente popular en los Países Bajos, en un contexto marcado por guerras, pestes y cambios religiosos, donde la reflexión sobre la muerte se volvió central en la cultura visual

Durante el Renacimiento, el auge del humanismo promovió un profundo interés por comprender la anatomía humana, lo que llevó a los artistas a estudiar el cuerpo con un detalle sin precedentes. Muchos de estos artistas, como Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, fueron pioneros en la representación precisa del cuerpo humano y, para ello, contaron con el apoyo de la ciencia forense de la época.

El estudio de cadáveres y la disección de cuerpos les permitieron aprender sobre la estructura interna del cuerpo humano, la disposición de los músculos, huesos y órganos.

Su interés por el arte llevó a los pintores y escultores al descubrimiento de hasta 840 músculos, tomando en cuenta que se pueden dividir en voluntarios e involuntarios. Investigaron los puntos de origen e inserción, además de los suministros nerviosos y sus movimientos.

Actualmente, se sabe que el cuerpo humano cuenta con más de 220 nervios, los anatomistas deben conocer los valores de sus raíces y si son autónomos, craneales, espinales, sensoriales o motores. Deben, además, sumergirse en el estudio de cientos de arterias y venas identificadas, que se despliegan en patrones arborescentes, desde el corazón y de regreso, sus orígenes, divisiones y las estructuras de tejido suave relacionadas.

Existen más de 300 articulaciones y ya ni hablar de las relaciones tridimensionales del intestino en desarrollo, de la embriología de los tejidos y la neuroanatomía y sus tractos.

Hoy, basta con abrir un libro, un lector digital, una aplicación, o preguntar a cualquier sitio web, una duda sobre anatomía, pero, durante el Renacimiento solo los genios lo consiguieron y se adelantaron a su época.

En “El Moisés” de Miguel Ángel, una escultura de mármol creada entre 1513 y 1515, vemos detalles intrincados, incluida una representación sutil de un pequeño músculo del antebrazo que se activa al levantar el dedo meñique, “denominado músculo extensor del meñique”. Es un músculo biarticular, es decir, actúa como extensor en ambas articulaciones y se origina en el epicóndilo lateral del húmero.

El Moisés de Miguel Ángel

“El Moisés” es un ejemplo de la atención excepcional de Miguel Ángel a la precisión anatómica y el dominio artístico.

En el caso de Leonardo da Vinci, sus detallados dibujos anatómicos fueron producto de observaciones directas de cadáveres y de su deseo de plasmar la realidad fisiológica del ser humano en sus pinturas y esculturas. Considerado por muchos como el artista más completo del Renacimiento, Leonardo da Vinci fue un investigador de pies a cabeza. Estudió geometría, geología, construcción, ingeniería militar y, sobre todo, anatomía.

El artista dibujó cientos de cráneos desde diferentes ángulos, pero su fascinación por el ojo humano fue sorprendente. Observó la trayectoria de los nervios ópticos y encontró el punto en el cerebro donde se cruzan; lo llamó “sentido común”. Para él, en esta zona se hallaba el centro de los sentidos. Actualmente, se localiza en esta sección el tercer núcleo cerebral y el hipotálamo, el centro de regulación de las funciones orgánicas más importantes.

Leonardo sabía que la expresión facial de una persona está determinada principalmente por los ojos y la comisura de los labios, por eso en “La Gioconda” no define a propósito ninguna de las dos partes, dejando que se desdibujen entre sombras; así crea su misterioso rostro sonriente.

La Gioconda

En 1503, el artista descubrió que en el Hospital de Santa Maria Nuova se realizaban disecciones de cadáveres que habían sido personas ajusticiadas, no se interesaban por ellas y tenían denegado el sepelio. Entonces, consiguió el permiso para practicarles autopsias y en los años siguientes analizó cerca de 30 cadáveres con el fin de estudiar de forma sistemática las partes del cuerpo.

El pintor dejó al descubierto músculos, órganos y huesos para dibujarlos y documentarlos. Descubrió detalles anatómicos hasta entonces desconocidos como el apéndice.

Años más tarde, al no ser médico, le fue negado el acceso a los cuerpos. Entonces, comenzó a estudiar cadáveres de animales; analizando el corazón de un cerdo, estableció que era un músculo, a diferencia de opiniones anteriores.

Pasaron siglos hasta que su trabajo anatómico se publicara y se conociera en todo el mundo. Leonardo da Vinci, el “homo universalis”, no es considerado el fundador de la anatomía moderna, pero estableció las bases.

El proceso de disección de cuerpos humanos no solo permitió a los artistas renacentistas mejorar la precisión en la representación visual, sino que también consolidó la relación entre el arte y la ciencia forense.

La anatomista y antropóloga forense, Dame Sue Black, en su libro “Todo lo que queda” (Paidós), afirma que “la anatomía enseña mucho más que el funcionamiento de las formas corpóreas enseña acerca de la vida y la muerte, la humanidad y el altruismo, el respeto y la dignidad; ahí hay una lección sobre el trabajo en equipo, la importancia de la atención al detalle, la paciencia, la calma y la destreza manual”.

La relación entre el arte y la ciencia sigue vigente, la ciencia forense moderna, con sus tecnologías avanzadas como la tomografía computarizada (TC) y la resonancia magnética (RM), permite a los artistas contemporáneos obtener imágenes detalladas y precisas del cuerpo humano, con acceso al estudio de la anatomía de manera no invasiva.

La intersección entre arte y ciencia es, de hecho, una exploración constante de la vida y la muerte. Como dijo Leonardo da Vinci: "El arte es la reina de todas las ciencias, comunicando conocimiento a todas las generaciones del mundo", una afirmación que destaca cómo el arte, apoyado por la ciencia, puede trascender el tiempo y el espacio.

Clifford A. Pickover, en su obra “La muerte y el más allá” (Librero), plantea que "la muerte es la puerta a lo desconocido, pero a través de ella se revela el misterio de la vida".

Esta relación entre ciencia y arte continúa ofreciendo una reflexión profunda sobre la vida, la muerte y lo que hay más allá, un tema eterno que ha fascinado y seguirá fascinando a la humanidad, en su búsqueda de respuestas.

X: @delyramrez

Imagine que puede entrar en su mente como si fuera una mansión infinita, recorrer pasillos con retratos de su infancia, abrir una puerta y encontrar la receta de lasaña de la abuela, y al fondo, en una biblioteca secreta, los nombres de todos los emperadores romanos en orden. No es ciencia ficción. Es el Palacio Mental —una técnica ancestral que convierte su memoria en un lugar físico (¡aunque sólo exista en su cabeza!).

Imagine que puede entrar en su mente como si fuera una mansión infinita, recorrer pasillos con retratos de su infancia, abrir una puerta y encontrar la receta de lasaña de la abuela, y al fondo, en una biblioteca secreta, los nombres de todos los emperadores romanos en orden. No es ciencia ficción. Es el Palacio Mental —una técnica ancestral que convierte su memoria en un lugar físico (¡aunque sólo exista en su cabeza!).

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