La persistencia de la memoria: el tiempo se rinde al sueño
Pintada en 1931, La persistencia de la memoria es una de las obras más emblemáticas del siglo XX y una de las interpretaciones más provocadoras de tempus fugit. En un paisaje desértico y onírico —donde el tiempo parece haberse evaporado—, cuatro relojes se deshacen como si fueran materia orgánica. Uno cuelga de una rama seca, otro se desliza por el borde de una mesa, y uno más cubre una extraña forma amorfa (que muchos interpretan como el rostro deformado del propio Dalí).
Aquí, el tiempo no es lineal, ni lógico, ni mecánico. Es un elemento que se curva, se cansa, se derrumba. En palabras del propio artista, los relojes blandos fueron inspirados por “el queso camembert en el sol”, pero más allá de lo anecdótico, la imagen toca una verdad filosófica: el tiempo es frágil, subjetivo, incluso ridículo cuando lo miramos con ojos abiertos al misterio.
Einstein, Freud y los relojes líquidos
Dalí no fue ajeno a su época. Vivía rodeado de las ideas que estaban revolucionando la ciencia y la mente. La teoría de la relatividad de Albert Einstein, que había desbaratado la noción de tiempo absoluto, encontró un eco poderoso en su obra. El tiempo, según Einstein, no es universal, sino que se dilata o se comprime dependiendo de la velocidad y la gravedad. Dalí toma esta idea… y la funde.
A eso se suma la influencia de Sigmund Freud, cuyas teorías sobre el subconsciente y los sueños fascinaban a Dalí. El paisaje de La persistencia de la memoria parece un escenario mental: vacío, extraño, gobernado no por las reglas de la física, sino por la lógica de los sueños. En ese mundo, el tiempo no huye: se disuelve.
Hormigas, muerte y el tiempo que pudre
No hay que pasar por alto las hormigas que devoran uno de los relojes. En la iconografía daliniana, estos insectos son símbolo de descomposición y muerte. El mensaje es claro: el tiempo no solo pasa, también corroe. Tempus fugit no es solo una frase elegante en latín: es una advertencia existencial. En el universo de Dalí, todo lo que se sostiene en el tiempo tiende a pudrirse, a olvidarse, a perder forma.
Aquí el arte toca una de las preguntas esenciales: ¿cómo nos relacionamos con lo que huye? ¿Cómo nos enfrentamos al hecho de que el ahora se convierte en pasado cada segundo?
Dalí como alquimista del tiempo
Más que pintor, Dalí fue un alquimista del tiempo. En sus cuadros, el tempus fugit no es una pérdida: es una transformación. El tiempo no muere, se derrite, se deforma, muta en memoria, en deseo, en arte. En su autobiografía La vida secreta de Salvador Dalí, él mismo confiesa tener una obsesión con la eternidad y el miedo a la fugacidad, pero también una fascinación por dominar al tiempo a través del símbolo.
Dalí no intenta detener el tiempo: lo hace explotar en una dimensión donde la lógica cede ante la metáfora. El tiempo ya no es enemigo. Es materia prima.
Tempus fugit ha sido durante siglos una advertencia grave, casi moral: “No pierdas el tiempo, la vida se escapa”. Dalí, en cambio, toma esa sentencia y la transforma en imagen surrealista, ambigua y profundamente humana. Nos dice: “Sí, el tiempo huye, pero también se sueña, se derrite, se moldea.”
Así, frente a sus relojes blandos, no solo recordamos que todo pasa, sino que, quizás, también podemos jugar con lo que pasa. Aunque no podamos frenar el tiempo, tal vez podamos hacer con él una obra de arte que trascienda.
X: @delyramrez