Días antes de mi doloroso despertar había tenido lugar un congreso de psicología en cuya realización estaba involucrada la unidad académica que en aquel entonces presidía. Se trataba de un evento organizado por varias entidades en Acapulco, Gro., tanto locales como nacionales, incluyendo una asociación civil que aglutinaba a jóvenes promesas de la disciplina referida, cuya meta era propiciar el encuentro entre expertos y estudiantes de psicología procedentes de diferentes universidades.
Una de las actividades que me correspondía hacer, como representante de una de las entidades locales, consistía en buscar expertos que aceptaran participar en el congreso, impartiendo una conferencia, dando un taller o formando parte de una mesa de trabajo. Como resultado de esta labor estaba muy al tanto de las personas que protagonizarían alguna de estas actividades. Independientemente de que estés involucrado o no en la organización de esta clase de eventos, siempre cabe esperar que la persona interesada experimente cierta curiosidad por saber con la participación de quiénes iniciará y terminará el congreso… y yo no fui la excepción. Al revisar, tales asignaciones ya estaban dadas. Grande fue mi sorpresa cuando, examinando el nombre de la persona que impartiría la conferencia magistral con la que terminarían los trabajos académicos, me encontré con un nombre conocido.
Me gustaría romantizar ese momento y decir algo como “me recargué en mi asiento, me quedé viendo al vació y evoqué recuerdos cautivos en las arenas del tiempo perdido”, pero no, la realidad fue menos poética porque el flashback fue tan efímero que duró apenas el tiempo promedio que pasa entre un parpadeo y otro. A solas en mi oficina, recuerdo haber exclamado en voz alta “¡Ah, que buena onda!” y no volví a pensar en ello el resto de la jornada, pero horas más tarde, cuando el silencio de la noche aplacó los caóticos ruidos de la vigilia, recordé…
Me visualicé como el psicólogo en formación que era cuando tenía veinte años, caminando cautelosamente entre defeños y alguno que otro no capitalino, por el amplio corredor de una universidad que, en aquel entonces solo tenía tres unidades académicas, “encontrándome” en aquella que, en los años noventa del siglo pasado, algunos decían que era “la más fresa” de las tres sedes mientras que otros rumoraban que, entre sus aulas, había dado clases de diseño el subcomandante zapatista.
Con mi mochila al hombro caminaba por el corredor universitario cuando, entre quienes lo recorrían, visualicé caminando en dirección opuesta a la persona en cuestión, es decir, la misma que un par de décadas después impartiría la conferencia magistral con la que terminaría el congreso en Guerrero… que para efecto de esta narración llamaremos, en lo sucesivo, “Dra. L”. Recuerdo que ya entonces parecía entrada en años, pero lejos de cualquier estigma comúnmente atribuido a la tercera edad, la Dra. L irradiaba todo menos fragilidad o deterioro, muy al contrario, su presencia expresaba sabiduría, vitalidad e inteligencia... al menos así la percibía yo. Su figura espigada, ataviada de vestidos largos y su cabello recogido hacia atrás, mismo que se entrelazaba para formar una trenza que terminaba casi a la mitad de su espalda, le daban un toque de tal elegancia que casi parecía flotar sobre el piso, deslizándose por entre la gente como si fuera un espíritu.
Había, no obstante, un detalle que aportaba a su imagen un aura de indudable misticismo: un bindi (palabra proveniente del sánscrito “bindu”, que significa gota o punto), es decir, un "tercer ojo" (como se le conoce en la tradición hindú), situado en su frente, en medio de sus cejas. ¿Qué significaba para ella esa marca? ¿Aludía a una firme creencia en la intuición y la sabiduría interior? ¿Cómo lo ejercería como docente? ¿Tendría la oportunidad de no verla solo como un espíritu recorriendo los corredores de la universidad en la que estudiaba? Para mi infortunio, nunca tuve la suerte de que fuera mi maestra. Mis compañeros solo decían que era muy buena, pero no ahondaban en detalles. Siempre me quedé con la duda de cómo serían sus enseñanzas. Supuse, resignado, que la experiencia de verla pasar por esos pasillos universitarios, colmándolos de misterio a su paso mientras contemplaba la realidad a través de su bindi, sería uno de los enigmas que mi juventud me legaría para un porvenir todavía no del todo claro en aquellos años… hasta ahora, claro, porque con la realización del congreso conocer algo más de la Dra. L era inevitable.
Un fin de semana de mayo del año 2015, se realizó el congreso. En retrospectiva, recuerdo las muchas actividades que viví durante esos tres días como quien ve, a través de un tráiler dispuesto a volarle la cabeza a su audiencia con tal de cautivar su interés, una secuencia de innumerables imágenes pasando caleidoscópica y vertiginosamente en su retina. Entre una cosa y otra, por supuesto, tuve algunas oportunidades de saludar a la Dra. L, pero, dadas las prisas, nuestras interacciones se limitaban a lo meramente convencional. Era casi la misma que recordaba de la universidad, enigmática y con esa mirada felina que parecía irradiar un rayo invisible con el que podía diagnosticar lo más profundo de tu ser, no obstante, había un único detalle que difería con el recuerdo que tenía de ella, y que en ese entonces la distinguían del resto de los mortales con quienes coexistía en la universidad: el bindi, ese punto en su frente que representaba el tercer ojo ya no estaba. Recuerdo los momentos en que, durante la jornada de esos días ajetreados, me ponía a pensar en las razones que había tenido la Dra. L para no pintarse más esa marca en su frente, ¡Como si con mi parte en la realización del congreso no tuviera suficiente en qué pensar!, razón por la cual, con la intención de quitarme de encima esas preguntas sobre algo que, en realidad, no me incumbía, me paré en seco y pensé: “¡Alguna razón habrá tenido para no pintárselo más! ¿Razón? La que sea. ¿Importante? ¿Superflua? Yo qué sé. Mejor ocúpate de lo tuyo”. Así pues, desterrando mi obcecación por el bindi ausente, seguí con mis labores… hasta el momento, claro, que llegó la última conferencia magistral del congreso. Era el momento de brillar de la Dra. L.
Su disertación, que giraba en torno a la neuro-psico-inmunología, fue todo lo que cabría esperar de la actividad con la que terminarían los trabajos académicos de esos tres días: interesante, fluida y dinámica. Yo, sentado en el área asignada para los alumnos de mi unidad académica, escuchaba la conferencia mientras me hacían llegar alguno que otro documento para cotejar antes de clausurar el congreso.
Todo transcurría con normalidad hasta que creí escuchar de parte de la conferencista algo que, pensé, había entendido mal: ¡La Dra. L iba a cantar al final de su conferencia! ¿Había escuchado bien?, y como si la conferencista me hubiera escuchado, volvió a decir que cantaría “Gracias a la vida” y explicó también por qué terminaría así su presentación. La expectativa que generó en la audiencia creció, de manera superlativa, porque imagino que todos los ahí presentes queríamos saber cómo esa eminencia académica se desenvolvería interpretando una pieza musical como parte final de su intervención. Por si todavía no me cayera el veinte, cosa cierta, la Dra. L repitió minutos después que cantaría la pieza de Violeta Parra frente a toda la concurrencia. ¿De veras lo iba a hacer? Y lo hizo: la antes marcada por un bindi en su frente cantó las letras de la cantautora chilena, a capela y bien entonada, llenando con su voz, entrega y audacia el salón majestuoso de uno de los hoteles más emblemáticos del puerto. Obviamente, el final de su presentación fue toda una experiencia, llevándose un fuerte aplauso de los asistentes.
Momentos después de la clausura, le comenté a otro de los organizadores del evento, de quien sabía estuvo a cargo de convocar a los conferencistas principales, mi deseo de que la Dra. L impartiera en la universidad una conferencia o un taller para el alumnado de psicología, por lo que, apelando a su experiencia con el trato que tuvieron con ella, le pregunté qué tan viable le parecía la solicitud que pensaba hacerle. Jamás olvidaré la expresión facial de mi interlocutor: evitó mirarme directamente a los ojos, frunció el entrecejo, y como entre dientes, me contestó “No fue tan fácil, dependerá de lo que le ofrezca… pero le recomiendo que lo intenté, capaz que resuelve algo”. Me quedé un poco extrañado por lo que me dijo, pero el organizador no quiso entrar en detalles y tampoco creí pertinente seguir indagando porque parecía evidente el sentido de sus palabras, pero… ¿y si estaba malinterpretando lo que dijo? Influenciado por el recuerdo embelesador de la maestra que en mi juventud veía irradiar sabiduría y espiritualidad por los pasillos de la universidad donde estudié mi licenciatura y por la suerte de coincidir en un evento académico a través del tiempo y del espacio, era evidente también que debía intentarlo, pero… ¿y si pedía a cambio altos honorarios? Esperaba que, apelando al remanente cultural de su bindi ausente hubiera alguna esperanza de contar con su apoyo como un gesto de generosidad, dada la precariedad de la unidad académica que presidia; así que, días después del congreso, me contacté por teléfono con la Dra. L y agendamos una cita para vernos un miércoles por la tarde en la universidad… sí, justamente el día que desperté todo adolorido por la Chikunguña.
Aunque me había reportado enfermo creía que era imperativo acudir a la entrevista con la Dra. L. No me sentía con la disposición de ir a la universidad, ¡Vamos!, ni siquiera quería salir de la cama o mover el brazo objeto de mi principal dolencia, no obstante, tenía la extraña idea de que, si cancelaba la cita para que la agendáramos para otro día, la oportunidad de hablar con la Dra. L no volvería a presentarse más; así que, dejando en manos de mi voluntad todos los esfuerzos que tuve que hacer para trasladarme a mi oficina, llegué minutos antes de la hora acordada y esperé a mi citada. Recuerdo que mi mayor preocupación entonces era que no resultara evidente que me sentía como si me hubiera pasado un carro encima del brazo.
Para mi fortuna, la Dra. L llegó a la cita con puntualidad. Comenzamos como cabría esperar con los saludos de rigor, momento que aproveché para felicitarla por su destacada participación en el congreso (sin omitir, por supuesto, la experiencia que nos hizo vivir a todos los asistentes con su intervención final), y sin darle más vueltas al propósito de nuestro encuentro, proseguí exponiéndole sobre mi interés en la posibilidad de que nos apoyara impartiendo una conferencia o taller, lo que ella considerara más conveniente, ya que su participación sería de sumo interés para el alumnado, particularmente, para quienes cursaban la carrera de psicología. La Dra. L, que hasta el momento parecía muy receptiva, asentía de vez en cuando, pero me observaba de tal modo que parecía estar, como se dice popularmente, “midiendo las aguas” en torno a lo que le proponía. Terminé mi intervención y le pregunté qué opinaba al respecto. La Dra. L comentó que todo estaba muy bien, que ella coincidía con mi idea, que adelante, pero que solo hacía falta acordar de cuánto sería su compensación. Fue cuando expresó algo que hasta la fecha recuerdo como si lo hubiera dicho ayer: “¿De cuánto estamos hablando? ¡Tome en cuenta que a mí me gusta mucho el dinero!”. En ese momento, las palabras del colaborador del congreso hicieron eco en mi fuero interno: “No será fácil… dependerá de lo que le ofrezcas… “. No es que esperara que conmigo hiciera una excepción, pero estar frente a frente con quien otrora había investido de tanto misticismo y que ahora condicionara su colaboración a cambio de un pago (y que además fuera significativo) provocó una fisura dentro de mí que sospechaba, con desosiego, crecería aún más con el tiempo.
Recuerdo que, a pesar del malestar que estaba sintiendo en ese momento (sentía que mi brazo derecho desde hacía rato, se había desprendido y estaba retorciéndose en el piso), me esforcé por explicarle lo complicado que sería gestionar ese recurso ante la universidad y que, por el momento, solo sería posible extenderle un reconocimiento por su valiosa aportación. Fue inútil. La condición que la Dra. L pedía a cambio de compartir su sabiduría acompañada, quizá, por la letra de alguna canción interpretada a capela era infranqueable. No encontré fisuras por donde colarme para traspasar esa muralla que, al parecer en algún momento, se había vuelto impenetrable e infinita. Resignado, le agradecí por su tiempo, lamentando que no hubiéramos llegado a nada concreto ahora, pero que esperaba que, tarde o temprano, las condiciones fueran diferentes y hubiera, entonces sí, la oportunidad de colaborar. En tales términos, concluimos nuestra entrevista y la Dra. L, muy educadamente, se despidió de mí y salió de mi oficina.
Cualquiera pensaría que, por lo mal que me sentía físicamente, me marcharía tan pronto terminara la entrevista, pero no… como buscando fijar ese momento en mi memoria, recuerdo que volví a tomar asiento donde me había colocado durante la entrevista con la Dra. L, y recargando mi peso sobre el respaldo, me quedé viendo al vació, para perderme un rato en mis pensamientos. ¿Tenía algo, por mínimo que fuera, que reprocharle a la Dra. L? No, por supuesto que no. Habría sido más contradictorio que, con una trayectoria probada de tantos años, una eminencia como ella hubiera aceptado, aunque fuera por altruismo o para servir de inspiración a psicólogos en formación, hacer una aportación sin recibir una compensación económica a la altura de sus años de experiencia profesional y preparación. Quizá otras estrellas de la profesión, de la profesión que sea, lo hagan de vez en cuando. Quizá ella misma lo había hecho en algunas ocasiones. No lo sabía. De lo único que estaba seguro es que en esta ocasión no lo hizo. Quizá yo mismo, por falta de habilidad social y acometido como estaba por la Chikunguña, no supe planteárselo de la manera correcta, una que la hubiera encauzado infaliblemente a la propuesta hecha, aunque no está de más recordar que días antes me habían advertido ya sobre la dificultad que esa hazaña entrañaría… Entonces, ¿por qué había creído que tenía una mínima oportunidad de que aceptara mi propuesta si no tenía algo con que negociar? En ningún momento intenté apelar al pasado y confesarle que yo la conocía desde la universidad en la que había estudiado mi licenciatura, ¿comentárselo habría hecho alguna diferencia?
De pronto, mientras permanecía sentado, mirando un punto indeterminado frente a mí, me sobrevino un flashback, luego otro y otro más, hasta que en la pantalla de mi mente apareció la Dra. L tal cual la había conocido en la universidad, con esa apariencia mística que la hacía lucir como una imagen sobrepuesta a la realidad, mientras recorría los pasillos escolares, afectando su entorno con su hálito de sabiduría, vitalidad e inteligencia… luego, ese recuerdo de mi pasado se fue difuminando, mezclándose con los colores, las formas y los movimientos de otra escena hasta que, paulatinamente, pude distinguir de nueva cuenta a la Dra. L, pero esta vez impartiendo su conferencia ante los asistentes del congreso, para luego cantar a capela las letras de la cantautora chilena, con la entrega y audacia que dan la confianza de ser el centro de atención, presentación que terminó estirando sus brazos a un lado y a otro, dando muestras de gratitud por los aplausos recibidos.
Me gustaría decir que justo en ese momento regresé al aquí y al ahora, que me enderecé en mi asiento y exclamé en voz alta para mí: “Ahora entiendo”, pero no, la realidad se resistió otra vez a convertirse en poesía, pero… ¿Qué más podía hacer sino aceptar las cosas tal cual son o fueron? Podría decir que la Dra. L que “conocí” en la universidad y con la que “me reencontré” en el ámbito laboral no eran, exactamente, la misma persona porque, aunque en esencia ella o cualquiera de nosotros sigamos siendo quienes somos a través del tiempo, manteniendo nuestro ethos, conforme los granos de arena se desplazan de arriba abajo en un reloj de tiempo cambiamos algunos aspectos de nuestra personalidad, acoplándonos a las circunstancias también cambiantes en las que estamos inmersos, lo que en términos no absolutos no es ni bueno ni malo, sino lo que es y ya, pero… habría que avanzar aquí con más cautela, ya que, con seguridad, resulta más importante determinar si nuestra forma de pensar, sentir y actuar en relación con los demás concierne a lo que de suyo les corresponde en tanto seres distintos a uno, o en cambio, se deriva de lo que hemos depositado en ellas, percibiéndolas de un modo distinto a como son realmente, por ejemplo, cuando proyectamos en los demás aspectos vinculados con alguna situación interna no resuelta (“lo que te choca, te checa”, decía con frecuencia una maestra que daba clases en la universidad).
Erich Fromm, un autor que leí con asiduidad durante mis primeros años como egresado de la carrera, explicó mejor que yo estas ideas.
En El arte de amar, una de sus obras más conocidas, cuando aborda la relación entre el narcisismo y el amor, distingue dos aspectos contrapuestos: por un lado, la orientación narcisista, en la que el sujeto experimenta como real solo lo que existe en su interior en tanto que los fenómenos externos carecen de realidad por sí mismos, experimentándoseles sólo en virtud de que sean útiles o peligrosos para uno; y por otro lado, la objetividad, capacidad que valiéndose de la razón permite ver a la gente y las cosas tal cual son, lo que hace posible distinguir esa imagen objetiva de la imagen formada por los propios deseos y temores. Aunque Fromm ejemplifica la carencia total de visión objetiva del mundo exterior con el insano (psicótico) y la persona cuando sueña, comenta empero, que “(…) todos nosotros somos más o menos insanos, o estamos más o menos dormidos; todos nosotros tenemos una visión no objetiva del mundo, que está deformada por nuestra orientación narcisista” (p. 113).
La cuestión a resolver consiste, pues, en buscar distinguir entre la imagen que me haya hecho de una persona y su conducta como producto de la deformación narcisista, y la realidad de esa persona tal cual sea, más allá de mis intereses, necesidades y temores. Adquirir la capacidad de ser objetivo, según Fromm, implica un compromiso que debe abarcar a todas las personas con las que interactúe de tal suerte que, por ejemplo, no es válido reservar mi objetividad solo para la persona que ame y creer que no es necesaria para con el resto del mundo porque, en ese caso, la evidente contradicción desembocaría en un fracaso en ambos sentidos.
En pocas palabras, la capacidad de relacionarnos auténticamente con el otro depende de nuestra propia capacidad para superar la orientación narcisista: “(…) depende de nuestra capacidad de crecer, de desarrollar una orientación productiva en nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos” (p. 116).
En El arte de amar Fromm aporta muchos ejemplos sobre cómo nos relacionamos con el otro a partir de una orientación más cercana al narcisismo o más próxima a la objetividad, pero… ¿Qué ejemplo más clarificador que el relato mismo que he compartido en este artículo? La Dra. L, ya fuera recorriendo los pasillos de la universidad en la que estudié o impartiendo su conferencia ante los asistentes del congreso, sin la investidura que la imbuía de esa aura mística potenciadora de sabiduría, vitalidad e inteligencia y que, en su momento, me hicieron aplaudirle y ovacionarla más allá de lo que ameritaba una buena conferencia finalizada de un modo poco convencional, se me apareció de pronto una versión que, probablemente, se apegaría más a la realidad que la imagen que había mantenido de ella hasta entonces (más por lo que yo mismo le había conferido que por lo que emanaba de sí).
Enderezándome en mi asiento fue entonces cuando comprendí por qué ya no llevaba pintada en su frente esa marca que en mis tiempos de estudiante universitario la caracterizaban tanto: el bindi. Hasta ese momento, que desperté de mi estado reflexivo, me percaté de lo mucho que el brazo derecho me estaba doliendo. Como pude cerré la oficina y regresé a mi casa.