Cada día, el humo se eleva tras los ataques, y luego, la ceniza negra cae como llovizna, tiñendo de dolor a las personas desorientadas que no entienden por qué Dios las abandonó. Entre ruinas y suspiros, una niña de ojos grandes llamada Samira encontró un violín enterrado bajo lo que fue su escuela.
El instrumento no tenía cuerdas.
Aun así, cada noche Samira lo sostenía contra su cuello y deslizaba un arco invisible sobre el aire. La música que brotaba —solo ella podía oírla— llenaba las calles vacías con aromas de jazmín, risas antiguas, rezos, bullicio de los coloridos mercados que ya no existen y juegos interrumpidos por los bombardeos. Su madre, sin fuerzas para llorar, la miraba tocar y se dormía con una sonrisa, arrullada por un sonido que no escuchaba.
Con el pasar de los días, los vecinos, al verla tocar con tanto entusiasmo, comenzaron a soñar lo mismo: el mar entrando a Gaza sin destruir, eventualmente, acariciando los escombros y devolviendo la vida; el cielo cosido con cometas; relojes caminando hacia atrás, devolviendo minutos robados. Decían que Samira era un hada del tiempo, o una djinn, porque donde tocaba su violín, el dolor menguaba y los relojes se detenían, como si hubiera tregua en medio del genocidio.
Una tarde, un soldado del otro lado del muro —joven, tembloroso, con la mirada hueca— cruzó el límite de la frontera que los separaba. Apareció solo, sin armas, siguiendo el eco de una melodía que nadie más oía. Samira lo vio desde lejos, no tuvo miedo. Se sentó y, con su violín sin cuerdas, tocó para él. El militar se arrodilló. Lloró como un niño y sus lágrimas empaparon la tierra reseca.
Desde entonces, una tregua invisible cayó sobre el barrio de Samira. Las bombas pasaban de largo, como si algo sagrado protegiera ese espacio. Nadie lo explicaba. Solo se sabía que mientras la niña tocara, el tiempo se trenzaba con la memoria y la esperanza.
Y cuando alguien decía:
—El tiempo está perdido.
Samira respondía con serenidad:
—No está perdido. Solo está parado, escuchando.
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El violín del tiempo
Por Márcia Batista Ramos Domingo, 27 Julio 2025 10:44

Foto: Especial
Nadie recuerda cuándo comenzó la guerra. Solamente el río Jordán y el mar Mediterráneo saben con exactitud la fecha del inicio de los conflictos. Ahora, toda la Franja está irreconocible, todas las viviendas y las vidas humanas que quedan están hechas añicos. Los días se disuelven en polvo, y el tiempo, como si se avergonzara, dejó de correr.
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