• 25 de Diciembre del 2025

Entre la chakana y el semáforo: lealtad a lo antiguo, derecho a lo urbano

Foto: Especial

Aprendí que Bolivia es un país que respira en capas. Bajo el asfalto late la tierra, la Pachamama sagrada. Bajo el ruido del tráfico está el murmullo de los cerros, antiguos Achachilas que protegen a las comunidades, controlan el agua y el clima, y son lugares de memoria y rituales, donde se realizan ofrendas para mantener el equilibrio y se cree que los espíritus de los difuntos transitan por ellos hacia el Janajpacha, el cielo. Bajo el grafiti, está una memoria que no pide permiso para existir.

Ser leales a las raíces antiguas y, al mismo tiempo, incorporar con todos los derechos las expresiones urbanas y modernas de las culturas nacionales no es una contradicción: es, quizá, la única forma honesta de habitar este territorio plural llamado Bolivia.

La raíz, en Bolivia, no es un objeto de museo, es una práctica viva: la palabra guaraní, quechua o aimara que se infiltran en el español cotidiano; las fiestas que resisten al calendario oficial; los tejidos que no solo abrigan, sino que narran lo que el tiempo no logró silenciar.

La lealtad a lo antiguo no consiste en congelarlo, sino en reconocer su capacidad de transformarse sin perder sentido. Las culturas originarias han sobrevivido precisamente porque supieron adaptarse, negociar, resistir en la cotidianeidad sin volverse fósiles.

Pero las ciudades también hablan. ¡Y hablan fuerte! En El Alto, en La Paz, en Santa Cruz, en Cochabamba, emergen lenguajes nuevos que no reniegan de lo ancestral, aunque a veces no lo nombren, siempre lo incluyen. Porque saben que el valor de la palabra reside en su poder para construir, reflejar integridad personal y credibilidad, y comunicar ideas, emociones y verdades que solo son representadas en el idioma de la memoria.

El hip hop en aimara, el muralismo que reescribe la iconografía indígena con aerosoles, la moda chola reinventada en pasarelas urbanas, el cine joven que mezcla mitología andina con distopías contemporáneas: todo eso no es desviación, sino expansión. Negarles legitimidad sería repetir una forma de colonialismo cultural, ejercido desde adentro.

La pregunta no es si lo urbano amenaza a lo ancestral, sino quién decide qué es auténtico y bajo qué criterios. Durante mucho tiempo, la autenticidad fue definida desde una mirada folclorizante: lo indígena debía ser puro, rural, inmóvil; lo moderno, en cambio, podía mutar, contaminarse, dialogar con el mundo. Ese doble estándar empobrece la cultura nacional que, tiene derecho a ser compleja, híbrida y contradictoria. Tiene derecho a equivocarse y a inventarse.

Incorporar con todos los derechos las expresiones urbanas y modernas, implica reconocerlas como productoras de sentido, no como apéndices juveniles o modas pasajeras. Implica que el Estado, las instituciones culturales, la academia y los circuitos de legitimación artística dejen de mirar con sospecha aquello que no cabe en las vitrinas de lo tradicional. Implica aceptar que la identidad no es una herencia intacta, sino una conversación permanente entre tiempos y circunstancias, incluidas las circunstancias globales.

Bolivia no necesita elegir entre la chakana y el semáforo. Puede caminar con ambos. La lealtad verdadera no es obediencia ciega al pasado, sino responsabilidad con su potencia simbólica. Sin embargo, este cruce no es siempre un diálogo pacífico; es también una zona de fricción donde el asfalto a menudo asfixia lo sagrado por el imperativo económico. La hibridez, más que una elección estética, es a veces el último refugio de una raíz que lucha por no ser borrada por la gentrificación y el ruido. Ser fieles a las raíces antiguas es permitirles respirar en el presente; y abrazar lo urbano es reconocer que también allí —entre cables, bocinas y pantallas— se están gestando nuevas formas de la cultura boliviana.

Quizá el desafío no sea conservar ni modernizar, sino aprender a escuchar. Escuchar cómo el pasado habla en presente y cómo el presente, a su modo, sigue preguntando por el origen. En ese cruce —inestable, fértil, incómodo— se juega la posibilidad de una cultura nacional que no se avergüenza de lo que fue ni teme a lo que está siendo.