• 07 de Octubre del 2025

El aula escolar como espejo social

Foto: Especial

Los centros educativos tienen como finalidad desarrollar en los niños y las niñas habilidades y destrezas básicas e indispensables que les permita integrarse de manera satisfactoria a la sociedad. Dicha labor les corresponde a los docentes, quienes enfrentan el compromiso de persuadir a sus estudiantes sobre el papel que juegan en la sociedad, y con ello, la capacidad que poseen para transformar el medio que los rodea.

Es indispensable, comenta Fullan y Stiegelbauer (1997), que tales habilidades y destrezas se desarrollen bajo una dinámica agradable para que los estudiantes asistan con gusto y sea un lugar importante para convivir (caso contrario —advierten tales autores— sería el último lugar donde quisieran estar); cabe señalar empero, que lo agradable de la dinámica que se desarrolla en las aulas escolares no necesariamente es sinónimo de diversión, es decir, puede ser reconfortante, interesante e iluminadora, pero no tiene por qué ser divertida: “Los jóvenes que realmente quieran resistir, que realmente quieran salvarse del idiotismo, deben aprender a vivir una gama de placeres mucho más profundos y permanentes que la mera diversión”, subraya Laje (2023, p. 186). Posturas que, ciertamente, no se contraponen, y con las cuales estoy de acuerdo en la misma medida.

Por otra parte, Freire (1997) comenta que la acción de educar equivale a concienciar al ser humano, es decir, a propiciar el despertar de su conciencia. El hecho de que el individuo se percate de lo que hay más allá de su consciencia de clase y conozca el conflicto que el materialismo histórico devela en toda conformación social es parte importante de su concienciación. Obviamente, la discusión de todo lo anterior resulta problemático para el orden que caracteriza a las sociedades no – auténticas, donde la "educación" parece contraponerse muchas veces a la idea por la que Freire (2004) tanto abogaba: el hombre fue creado para comunicarse con otros hombres.

Lo anterior obliga a plantearse la siguiente interrogante: si la escuela es un lugar donde se reproducen las estructuras sociales, contribuyendo así a que los sujetos adquieran una falsa conciencia, ¿de qué manera contribuyen los docentes con su práctica educativa concreta a reproducir tales estructuras en los estudiantes (al punto que éstos adquieran esa falsa conciencia)?

La educación formal que los docentes imparten en las escuelas modernas todavía sigue caracterizándose, la mayoría de las veces, por ser monologal, desatender el entorno, y de manera muy notoria en los primeros niveles (con mayor sutileza en el nivel superior), intentar manipular al educando (con la finalidad última de lograr su "domesticación").

Ninguna tarea educativa, según Freire (1997), debería asemejarse al acto mecánico de "depositar" contenidos en receptáculos más o menos vacíos, de ahí que su crítica se dirija a la política imperante en muchos sistemas educativos que, al concebir al educando como un objeto, favorece que los educadores busquen su manipulación y "cosificación" en función de las estructuras de dominación que la sociedad presenta.

Lo descrito hasta aquí representa la denuncia que Freire (1997) hizo alrededor de los años setenta sobre lo que él llamó educación bancaria: práctica educativa que concibe el saber cómo un depósito que el educador, como sujeto activo, dona al educando para que éste, pasivamente, acepte el saber que se le brinda y lo archive; de acuerdo a esta lógica, entre más lleno se encuentre el educando – recipiente más fácilmente se adaptará a la estructura de su sociedad (Caldeiro, 2005).

Como alternativa, el mismo autor propuso la educación problematizadora, que al ser parte de la crítica que se hacía en tiempos de la posguerra y la guerra fría contra el capitalismo, pretendía establecer una situación de diálogo entre el educador y el educando, donde al no haber ya argumentos de autoridad o alguien que pudiera "apropiarse del conocimiento", ambas partes podrían educarse en comunión. La construcción del conocimiento estaría en función de la reflexión del que se educa, quien al permanecer ligado al mundo que lo circunscribe, tendría la posibilidad de entrar en acción y transformar su realidad (Caldeiro, 2005).

Desde otra perspectiva, se ha argumentado que la forma de enseñar de los docentes está basada en la experiencia de sus antecesores. De Zubiría (2006) destaca, como principio epistemológico, que el conocimiento no es una copia fiel de la realidad, sino una construcción que el ser humano realiza a través de esquemas mentales. Tales cuestiones tienen dos implicaciones importantes para la práctica que los docentes ejercen: primera, que ésta se encuentra vinculada a los esquemas mentales y consciencia de clase de quienes los precedieron; y segunda, que lo anterior explica por qué los docentes tienden a generar y perpetuar en sus estudiantes una falsa conciencia.

Sobre este último término, cabe señalar que, si la consciencia se refiere a darse cuenta de las cosas, ¿qué es la falsa conciencia? No es inconsciencia, ni tampoco una conciencia equivocada, sino una especificación de la conciencia por error (García, 1999), es decir, la adopción acrítica de ideologías que ocultan las condiciones reales de vida, mismas que legitiman estructuras de poder como si fueran naturales. Una alternativa para lo que suele ocurrir en las escuelas es que la práctica de los docentes ayude a los estudiantes a reconocer su falsa consciencia, para que éstos puedan conocer críticamente la realidad en la que están inmersos y reconocerse como “sujetos de su historia y de la historia” (Freire, 1997, p. 14).

Los procesos de subjetivación modernos se caracterizan por su tendencia a la homogeneización y destrucción de las diferencias individuales, derivando hacia una cultura del banal y superficial entretenimiento, que paulatinamente se va transformando en un elemento unificador aplastante de la individualidad, de la independencia y de la capacidad de pensamiento del sujeto (Adorno y Horkheimer, 1998); cuando en contraposición, la escuela debería ser un determinante de las condiciones y posibilidades individuales, que propiciara la adquisición de un capital cultural, instrumentos de conocimiento, saber hacer, técnicas y formas de trabajar que contribuyeran al éxito académico como factores de diferenciación.

Illich (2003) junto con Braunstein, Pasternac, Benedito y Saal (1990) coinciden en que la escuela no es la única institución moderna que tiene a su cargo moldear la visión de la realidad en el hombre, pero coinciden también en que, después de la familia, la escuela ocupa un lugar importante como espacio ideológico para reproducir en los educandos las estructuras sociales que contribuirán, tarde o temprano, a que adquieran una falsa consciencia.

Illich (2003, p. 153) comenta que a la escuela: “(…) se le acredita la función principal de formar el juicio crítico y, paradójicamente, trata de hacerlo haciendo que el aprender sobre sí mismo, sobre los demás y sobre la naturaleza, dependa de un proceso preempacado”, refiriéndose con esto último a que la institución escolar es parte de una maquinaria mercantilista que promueve, legítimamente, la alienación de los educandos.

Una posición menos radical es la de Braunstein et al. (1990) que, desde una perspectiva que conjuga el psicoanálisis con el materialismo histórico, describen cómo con la enseñanza de los profesores se capacita al educando para formar parte del proceso de producción. El educando va a la escuela para aprender, es decir, adquirir conocimientos, desarrollar habilidades y adoptar actitudes, utilizando recursos ideológicos transferidos por los profesores.

La educación es mucho más que solo transmitir conocimientos de manera técnica e impecable. Como lo menciona Freire (2004), lo anterior equivaldría a menospreciar la parte humana del acto mismo de educar, dicho de otra forma, su carácter formador. El hombre es un ser pensante, por lo que está hecho para elegir, opinar, actuar e intervenir, y todo esto no podría hacerlo si no fuera también un ser ético. El profesor se debe preocupar por llevar a cabo ese compromiso adquirido, de ser un agente de cambio, además de la gran responsabilidad que tiene para lograr el cometido de la educación, que según Freire es “el llegar a ser críticamente consciente de la realidad personal, de tal forma que se logre actuar eficazmente sobre ella y sobre el mundo” (Suárez, 2010, p. 20).

Fullan y Stiegelbauer (1997) señalan que el cambio educativo depende, en gran medida, de lo que los maestros hacen o piensan, de tal suerte que, si se tienen docentes con alto nivel de compromiso y de competencias, se desarrollan aprendizajes que sensibilizan a los estudiantes a generar una conciencia más fina que atienda las necesidades contextuales donde están inmersos. Por lo anterior, se hace necesario insistir en una educación democrática, como lo resalta Darling-Hammond (2002), que enseñe a los jóvenes a pensar de manera correcta e independiente, a usar los aprendizajes para producir un trabajo de calidad, a tomar iniciativas y a trabajar juntos de manera efectiva.

Freire (1997), como uno de los pedagogos representativos de este movimiento contestatario, sostiene que los cambios que se han vivido en los últimos años demandan un cambio sustancial en la forma como ambos agentes educativos (docentes y discentes) se relacionan, sobre todo, si se busca educar a un hombre verdaderamente consciente, capaz de ver la realidad social completa.

El educador tradicional es el que educa, el que disciplina, el que habla, el que prescribe y el que sabe, mientras que el educando tradicional es el educado, el disciplinado, el que escucha, el que sigue la prescripción y el que no sabe. El primero tiene el conocimiento que el segundo no tiene. El educador, por ser el poseedor del conocimiento, se erige en una posición superior con respecto al educando, pues éste solamente podrá hacerse del saber por la asistencia de aquél. El educador tiene poder sobre el educando, porque sólo el primero puede erradicar la ignorancia que aqueja al segundo.

De acuerdo a Bourdieu (2010), las sociedades modernas fabrican al individuo y reproducen las estructuras sociales, garantizando así su continuidad. Pero la realidad es que al tratarse de Educación todos meten mano, ya sea para obtener beneficios (sean monetarios, de poder o de conocimiento), o simplemente, porque es el papel que les toca desarrollar. Ornelas (1995) menciona que existen seis tipos de relaciones sociales, principalmente de tipo institucional y cuya interacción suele ser cotidiana, que afectan el desempeño de los docentes: la profesión, los padres de familia, los alumnos, la enseñanza, la agrupación sindical, la burocracia del Estado y el entorno laboral.

Así pues, el docente se ve envuelto en un mundo de contradicciones, puesto que, por un lado, se encuentra en su rol de educador y de compromiso por transmitir todos aquellos conocimientos que ayuden a sus educandos a lograr ser personas productivas para el país; y por otro lado, se encuentra en medio de las trifulcas de un Estado que no los toma en cuenta para cualquier modificación que haga de las reformas educativas, o en medio de un sindicato, que les exige menos con tal de obtener su apoyo y así continuar en un círculo vicioso de “si me das, te doy”, todo esto favoreciendo la adquisición de la falsa conciencia, ya que el Estado es el regulador de las reformas a los sistemas escolares. Tal y como lo refiere Ornelas (1995):

“Las tendencias radicales de la nueva sociología de la educación tienden a categorizar al maestro como un emisario de la dominación, inconsciente si se quiere, como un instrumento del aparato ideológico del Estado, que reproduce en la mente de los niños algunos conocimientos, rasgos de la ideología dominante y contribuye a formar ciertas cualidades de su personalidad”. (p. 131)

Si la escuela es un lugar donde se reproducen las estructuras sociales, entonces la falsa consciencia que obtienen los estudiantes se da porque, como lo menciona Ornelas (1995, p.24): “(…) el autoritarismo es ineficaz y más que contribuir a formar personas disciplinadas y competentes, reproduce rasgos de irresponsabilidad y apatía”.

Si la escuela es un lugar donde se reproducen y se forman las estructuras sociales que dan la pauta para que los sujetos adquieran una falsa conciencia, entonces a los docentes, como agentes de cambio, les corresponde fomentar el aprendizaje activo de sus estudiantes, pero… ¿Con qué fin? De acuerdo con Darling-Hammond (2002), el propósito sería adaptar la enseñanza de los docentes a las necesidades de sus alumnos, con la intención de que sepan resolver problemas de su contexto, y sean capaces de alcanzar niveles aceptables de autonomía y felicidad, pero lo anterior no se puede lograr tan fácilmente en virtud de que los docentes mismos están alienados con el neoliberalismo, lo que contribuye a formar estructuras sociales encaminadas a crear una falsa conciencia.

En consecuencia, ¿cuál sería el compromiso de los docentes? Involucrarse con una formación permanente a través de sesiones de consejería, cursos y diplomados, cualquier proceso que propicie el logro de este propósito de liberación social, económico y cultural, cuya directriz más importante es saber que la educación no se limita a la mera transmisión de conocimientos, sino que implica una transformación, además de una intención y una dirección con sentido (Suárez, 2010).

Finalmente, en opinión de Fullan y Stiegelbauer (1997), son los docentes la pieza clave para lograr la transformación en los estudiantes, cuya desembocadura aspire a la formación de su conciencia (y no de su de – formación). Así las cosas, los docentes tienen la posibilidad, por ejemplo, de crear una plataforma de aprendizaje basada en los valores universales, con un enfoque humanista, a fin de evitar la conformación de una falsa conciencia.

Referencias

Adorno, T y Horkheimer, M. (1998). Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Trotta.

Bourdieu, P. (2010). Grandes Pensadores.  http://www.youtube.com/watch?v=uEMuk3veRQk&feature=grec_index.

Braunstein, N. A., Pasternac, M., Benedito, G. y Saal, F. (1990). Psicología: ideología y ciencia. México: Siglo XXI.

Caldeiro, G. P. (2005). Web 2.0.  http://educacion.idoneos.com/index.php/124370#La_dialogidad%3A_Esencia_de_la_educaci%C3%B3n_como_pr%C3%A1ctica_de_libertad.

Darling-Hammond, L. (2002). El derecho de aprender. SEP

De Zubiría, J. (2006) Modelos pedagógicos, hacia una pedagogía dialogante. (2da. Ed.). Magisterio.

Freire, P. (1997). La educación como práctica de la libertad. (14a ed.). Siglo XXI.

Freire, P. (2004). Pedagogía de la Autonomía. Paz y Tierra.

Fullan, M. y Stiegelbauer, S. (1997). El cambio educativo, guía de planeación para maestros. Trillas

García, P. (1999). Diccionario filosófico. Falsa conciencia, ideologías, conciencia:
definiciones tautológicas, metafísicas y místicas.
http://www.filosofia.org/filomat/df297.htm.

Illich, I. (2003). Ritualización del progreso. En L. J. Álvarez Lozano (Ed.), Un mundo sin educación (pp. 137 - 158). México: Dríada.

Laje Arrigoni, A. (2023). Generación idiota: Una crítica al adolescentrismo. HarperCollins México.

Ornelas, C. (1995). El sistema educativo mexicano. La transición de fin de siglo. Fondo de Cultura Económica.

Suárez, R. (2010). La Educación. Estrategias de enseñanza-aprendizaje. Teorías Educativas. Trillas.