La tesis es sencilla y contundente: hay que recortar lo que está inflado. El INE, dicen, cuesta mucho; los diputados de representación proporcional sobran; y si se puede hacer más con menos, hay que hacerlo. La presidenta lo había puesto ya entre sus cien compromisos y se trata de una tesis que el mismo Obrador había planteado con el argumento de que había que modernizar, hacer eficiente el sistema, y dejar atrás viejas estructuras.
El problema, sin embargo, no está en el deseo de cambio, sino en la forma y el momento.
La propuesta llega justo cuando otros fenómenos sacuden el país. El más coyuntural lo referente a la criminalidad, una inflación subyacente y el tema migratorio.
Es cierto, el gobierno tiene mayoría, y eso significa que podría aprobar reformas sin negociar. Y eso, en política, suele ser un mal presagio.
Porque las reglas del juego democrático no se cambian con una sola voz, por más mayoría que tenga. Mucho menos si esas nuevas reglas reducen la representación plural o modifican la estructura del árbitro electoral. El riesgo no es menor: podría interpretarse como un intento de consolidar el poder antes de 2030.
Los datos son claros. En 2021, la coalición oficialista fue acusada de sobrerrepresentación vía partidos satélite. Eliminar plurinominales ahora podría consolidar esa tendencia. De acuerdo con el Instituto de Estudios para la Transición Democrática, una reforma sin consenso podría derivar en litigios masivos, fractura institucional y desconfianza ciudadana.
Me tocó trabajar en una mesa de negociación electoral en 2018. Ahí aprendí algo simple pero esencial: una buena reforma es la que firman todos. Aunque no les guste toda. Porque la democracia no es la suma de conveniencias, sino el arte de garantizar condiciones equitativas incluso para quienes no tienen el poder.
Otros países han pasado por esto. Alemania redujo su parlamento, sí, pero tras un proceso largo y con validación del tribunal constitucional. En Nueva Zelanda se reformó el sistema electoral tras un referéndum vinculante. En Chile se cambió el sistema heredado de la dictadura solo tras acuerdo transversal. El patrón se repite: sin consenso, no hay reforma duradera. Sin escucha, no hay legitimidad.
En México, los exconsejeros del INE –abollados sin lugar a duda– han advertido: eliminar los plurinominales es reducir las voces del Congreso. Y una democracia con menos voces es una democracia con menos oxígeno. Aún más grave sería debilitar la autonomía del INE, justo cuando el país necesita confianza institucional para enfrentar los comicios intermedios de 2027.
El gobierno argumenta que se trata de eficiencia, de austeridad. Pero incluso si fuera cierto, la pregunta es otra: ¿puede valer la pena ahorrar algunos millones si el costo es una crisis de legitimidad electoral?
No se trata de frenar todo cambio. Se trata de cambiar bien. Con todos. Con tiempo. Con respeto. La democracia no se "adelgaza" como si fuera un gasto prescindible. Se cuida, se ajusta, se fortalece.
Quizá un camino posible sea una reforma acordada que mantenga la representación proporcional en equilibrio con la mayoritaria. O que incorpore tecnologías para abaratar las elecciones sin debilitar al árbitro. O que institucionalice la autonomía del INE elevando su estructura a rango constitucional.
Lo cierto es que, si el gobierno quiere dejar huella, debería dejar una reforma que todos reconozcan como suya. No una que divida más al país. Porque cambiar las reglas del juego sin los jugadores es el camino más corto a la sospecha.
Como dijo una vez un jurista que admiro: "la democracia no se mide por cuántos ganan con las reglas, sino por cuántos aceptan perder con ellas". Si perdemos eso, perdemos todo.
José Ojeda Bustamante
@ojedapepe