Era en aquel entonces, una ocasión atípica que Acapulco se dejara acariciar por la lluvia en horas nocturnas. Una lluvia, que como describiera Torcuato Luca de Tena en una de sus novelas, podía tildarse de ridícula, en otras palabras, no era torrencial, pero sí lo suficientemente copiosa como para empaparte tras caminar un par de cuadras.
Salí, pues, del estacionamiento. Me detuve frente a un semáforo, esperando que se pusiera en verde para avanzar y sumarme al caudal de llantas que, cada noche, serpenteaba por la Costera Miguel Alemán, rumbo al giro inevitable alrededor de nuestra, a veces maltratada, Diana Cazadora.
Luz verde. Avancé como siempre. Sin prisas. Era tarde, pero no demasiado. De pronto, como ocurren los accidentes —porque si uno pudiera percatarse de los percances a tiempo, los evitaría y ya no serían tales—, algo golpeó mi carro por el lado del conductor. Me detuve en seco, sintiendo esa horrible sensación que todo conductor conoce: el estruendo que se vuelve íntimo cuando tiene que ver con tu coche.
Salí. Vi a un hombre en la calle, levantándose del asfalto con dificultad. Estaba entre la carrocería recién herida de mi carro y la motocicleta que él conducía, y que, por lo visto, había estampado contra mi unidad.
Obviamente, como resultado del incidente, tenía algunos golpes y heridas. Pero nada que le impidiera tomar su motocicleta otra vez y seguir su camino, como después pude constatarlo cuando, tras habernos arreglado, nos despedimos.
Mi carro, en cambio, tenía el aspecto que cabría imaginarse después de que una motocicleta se estrellara contra uno de sus costados. Aparentemente, el motociclista no alcanzó a detenerse en el semáforo, patinó al frenar y terminó chocando contra el Matiz que conducía. Ambos coincidimos en que tal fue la secuencia de los hechos. Acordamos vernos al día siguiente para que me pagara los daños. Solo debíamos comunicarnos en la mañana para precisar la hora y el lugar del encuentro.
Fue, como dicen, un acuerdo entre caballeros.
Lo importante entonces era que atendiera sus heridas. Por eso no pedí ningún documento. Solo intercambiamos números de celular. Lo anterior, obviamente, cuando se lo comenté a mis familiares y seres queridos más tarde —porque, invariablemente, siempre te preguntan en estos casos qué papel te dejó a cambio el que te chocó—, provocó la clásica reacción: Pero… ¡Cómo pudiste! ¿De veras crees que se va a presentar? Eso no se hace… y un largo etcétera.
No sabría decir por qué creía que las cosas no saldrían mal. En el pasado ya había tenido malas experiencias, y esta no tenía por qué ser, evidentemente, diferente. Supongo que la persona me inspiró confianza. Dietrich Bonhoeffer, en las cartas que redactó mientras estuvo en prisión por participar en la resistencia contra el régimen nazi, comentó: "La confianza se nos aparecerá siempre como uno de los mayores, más inusitados y dichosos dones de la convivencia humana; y a pesar de ello, sólo seguirá naciendo sobre el oscuro trasfondo de una necesaria desconfianza", por lo que, inmerso en una situación que alertaba que desconfiara, en relación con un completo desconocido, decidí confiar. Como fuera, ¿tenía alguna otra alternativa? Las cosas habían pasado así y ya. Lo único que podía hacer era esperar que todo saliera bien y ser optimista, disposición sobre la que el teólogo y pastor alemán expresó en la misma obra (Resistencia y sumisión) que "... es una fuerza vital, una fuerza de la esperanza; allí donde los demás abandonan, la fuerza de mantener erguida la cabeza; allí donde todo parece fracasar, la fuerza de soportar los reveses, una fuerza que nunca entrega el futuro al enemigo, sino que lo reivindica siempre para sí"… así pues, ese era yo siendo optimista, y quizá también siendo poco inteligente, porque si la realidad se imponía con lo que mis familiares y seres queridos predecían, seguramente terminaría decepcionándome en demasía.
Al día siguiente intenté comunicarme con la persona causante de estas tribulaciones, pero no obtuve respuesta. La incertidumbre comenzó a calarme como la lluvia de la noche anterior: lenta, persistente e incómoda. Naturalmente, me puse nervioso. ¿Y si no aparecía? ¿Y si, como cabría esperar, me hubiera equivocado al confiar en que las cosas saldrían bien? Pasaron las horas. El mediodía llegó como una tregua inesperada, pero finalmente logramos contactarnos. Su voz al otro lado del teléfono disipó, por un momento, la sombra de la duda. Acordamos vernos a las cuatro de la tarde.
Cuando finalmente nos volvimos a ver, la persona me pagó lo acordado para que llevara el carro al taller de mi elección. Le pregunté por sus heridas. Me comentó que todo estaba en su lugar; al parecer, solo estaba adolorido. Después nos despedimos y nunca más volví a verlo. Tampoco había vuelto a pensar en este incidente… Hasta ahora, que escribo la reseña de lo que sucedió entonces.
La pregunta es: ¿por qué viene al caso esta historia? La respuesta es simple, pero no por ello menos profunda: porque todavía, y a pesar de lo que digamos o escuchemos de los demás, hay personas buenas en este mundo, y no importa si son hombres o mujeres, al final, lo que de veras importa es que sean humanos, seres humanos libres, conscientes, responsables y respetuosos, tal y como lo ejemplificó la persona de esta historia, a quien dedico este escrito, aunque, triste caso el mío, haya olvidado por completo su nombre.















