• 10 de Agosto del 2025

Brasil, 1822: el eco que no fue

Foto: Pixabay

El 7 de septiembre de 1822, a orillas del río Ipiranga, el príncipe Pedro —hijo del rey João VI de Portugal— proclamó la independencia de Brasil. Fue un acto teatral, romántico en su iconografía, patriótico en los manuales escolares, pero profundamente contradictorio en su esencia. Aquel grito no fue el rugido de un pueblo emancipado, sino la continuidad de la monarquía portuguesa: Brasil cambió de nombre, no de manos; se vistió de nuevo, pero conservó la misma alma.

A diferencia de las independencias de la América Hispánica, que se gestaron en la sangre de batallas y en proclamas libertarias, la de Brasil fue pactada entre padre e hijo en la comodidad palaciega, para luego ser escenificada a orillas del Ipiranga. Los corazones esclavizados que sostenían económicamente al país no participaron, ni supieron de inmediato, que el príncipe destituía al rey. La independencia fue un acuerdo de la corona portuguesa con la élite criolla que compartía los mismos intereses coloniales.

Raymundo Faoro, en “Os donos do poder” (1958), señala que la estructura patrimonialista del Estado brasileño —heredada del absolutismo ibérico— persistió intacta. El príncipe regente se convirtió en emperador, y la esclavitud —columna vertebral de la economía— siguió su curso. El “Grito do Ipiranga” fue apenas un susurro: el Reino se transformó en Imperio, mientras los esclavizados continuaban esclavizados y los pueblos indígenas permanecían invisibles.

Como apunta Lilia Moritz Schwarcz en “Brasil: una biografía” (2015), el nuevo imperionació viejo”, pues conservaba los cimientos sociales y mentales del régimen colonial: jerarquía, racismo, clientelismo, desigualdad. Los millones de africanos esclavizados hasta 1822 no fueron mencionados en los documentos fundacionales. La nación ignoraba a la mayoría de sus habitantes.

El documento más simbólico de la emancipación fue la carta que el príncipe Pedro envió a su padre explicando la ruptura. Más sentimental que ideológica, no contenía una filosofía libertaria, sino una estrategia de poder. José Murilo de Carvalho, en “Cidadania no Brasil: o longo caminho” (2001), resume: fue un proceso “conservador y desde arriba”, sin participación popular, sin debate público, sin voz para los subalternos.

Brasil fue fundado bajo un discurso ajeno: el de las cortes lusas, el de los letrados ilustrados europeos, el de una élite agraria ansiosa por preservar sus privilegios. Las voces indígenas, africanas y mestizas quedaron fuera de la escritura fundacional. El grito del Ipiranga ahogó siglos de resistencia y dolor.

La independencia política no significó independencia del pensamiento. Las universidades continuaron formando juristas según moldes europeos; la Iglesia mantuvo su vínculo con la corona; la literatura repitió los modelos románticos importados, sin mirar con ojos propios el paisaje ni el drama humano del país tropical.

Eduardo Galeano, en “Las venas abiertas de América Latina” (1971), escribió:

“La independencia no significó para muchos pueblos más que un cambio de amos. La libertad fue una palabra nueva que designó viejas cadenas.”

Brasil ejemplifica esa afirmación: mantuvo latifundios, economía dependiente y mentalidad esclavista. La independencia fue un cambio de administración, no de conciencia. El pensamiento colonial seguía dictando quién hablaba y quién callaba.

En 1822, mientras se proclamaba la independencia, existían quilombos vivos, comunidades negras libres, voces en lenguas africanas e indígenas que resistían a su manera. Ninguna fue incluida en el proyecto de nación. El silenciamiento no fue solo político, sino simbólico: la literatura brasileña tardó décadas en cuestionar el poder. Tuvimos que esperar a Machado de Assis, nieto de esclavizados, para que la palabra literaria desenmascarara el racismo y la hipocresía; a Carolina Maria de Jesus, para escuchar la voz directa de una mujer negra, pobre, dueña de su historia.

Hoy, desde este rincón andino, observo con ojos afilados los relatos oficiales y me pregunto: ¿Qué Brasil nació aquel 7 de septiembre? ¿Un país libre o una máscara decorada? ¿Una patria soberana o un eco del poder europeo?

La tarea pendiente, más de dos siglos después, es reescribir con tinta propia. No basta celebrar fechas patrias: hay que escribir los silencios, leer entre líneas, devolver la voz a quienes fueron excluidos. La independencia no es un acto concluido, sino una tarea en construcción.

Tal vez, haya llegado el tiempo de un nuevo grito, no desde los mármoles del poder, sino desde los rincones olvidados, donde aún se murmura en lenguas prohibidas y la memoria se transmite en rezos, músicas, culinaria y medicina popular. En esos lugares, frente a mujeres de piel oscura y manos callosas, recuerdo que Brasil nació con pluma ajena. Pero aún podemos escribir el resto de la historia con nuestra propia tinta.