En un discurso reciente, la primera dama de Estados Unidos, Melania Trump, señaló que “los robots están aquí” y advirtió que la IA debe tratarse como un hijo, con acompañamiento y guía responsable. Más allá de la metáfora, sus palabras ponen en evidencia la tensión entre fascinación y riesgo que rodea a la inteligencia artificial: un recurso con potencial transformador, pero también con la capacidad de debilitar el tejido social si se aplica de manera acrítica.
La sociología de la educación muestra que la escuela no es únicamente un espacio de transmisión de contenidos, sino una institución que moldea ciudadanía, reproduce o corrige desigualdades y construye comunidad. La incorporación de la IA, si no se hace con criterios de equidad, puede convertir la promesa de modernización en un instrumento de segmentación social. En sociedades con altos índices de pobreza, la falta de acceso a dispositivos, conectividad y formación docente corre el riesgo de crear una “doble ciudadanía educativa”: una de élite, integrada a las lógicas tecnológicas globales, y otra periférica, relegada a la marginalidad del rezago.
Este escenario se agrava por el componente geopolítico. Las potencias líderes en inteligencia artificial no solo concentran el desarrollo tecnológico, también imponen marcos de valores, visiones de futuro y modelos de consumo. Para América Latina, esto significa que el acceso a la IA puede implicar también la importación de escalas axiológicas y paradigmas ideológicos que no necesariamente responden a las realidades locales. La dependencia tecnológica podría traducirse en dependencia cultural, con un impacto directo en la formación de las nuevas generaciones.
El desafío para los Estados latinoamericanos es doble: por un lado, regular y orientar el uso de la IA con criterios de justicia social; por otro, asegurar la inversión pública necesaria para que los beneficios lleguen a todos los sectores. México enfrenta la necesidad de cerrar la brecha entre zonas urbanas conectadas y comunidades rurales aún desconectadas. Colombia, con su diversidad territorial y cultural, debe articular la IA en proyectos pedagógicos que promuevan inclusión y paz. Brasil requiere una estrategia de formación docente de gran escala para que la tecnología no quede en manos de pocos. Y Centroamérica, con elevados índices de pobreza, solo podrá avanzar con políticas de cooperación regional e internacional que garanticen acceso equitativo.
En este sentido, la IA no puede concebirse solo como un recurso pedagógico, sino como un factor estructural de desarrollo. Si se gestiona con visión de equidad, puede convertirse en una palanca de cohesión regional y en un motor de movilidad social. Pero si se abandona a las lógicas del mercado y la improvisación, corre el riesgo de ampliar las brechas existentes y debilitar aún más la cohesión comunitaria.
La inteligencia artificial es, en última instancia, un espejo de nuestras prioridades colectivas. La pregunta que enfrenta América Latina es si la incorporará como una herramienta para democratizar el conocimiento y fortalecer su desarrollo regional, o si permitirá que se convierta en un nuevo mecanismo de exclusión. Lo que está en juego no es solo la modernización de la educación, sino el proyecto de sociedad que se quiere construir en las próximas décadas.